Ramón Burgos: «Desaparecidos en debate»

“Hay que pasar un infierno para saber que existe el cielo”. La frase –acertada a mi modo de ver– está recogida de una de las múltiples series televisivas que, últimamente, a algunos insomnes, nos acompañan en las largas noches de pensamientos y proyectos.

 

No es que haya renunciado a la lectura –todo lo contrario–, sino que procuro dedicar un tiempo para cada cosa. Y, ¡lo confieso!, el runruneo de la pequeña pantalla me sirve de compañía inigualable para, con la ayuda de papel y lápiz, poner en orden determinadas ideas que rondan por mi cabeza.

La locución citada coincidió con el recuerdo de la decimoquinta conversación que, por la tarde, había mantenido sobre el patrimonio de Granada, su conservación y su exposición pública para el estudio y disfrute de locales y visitantes.

Ahora que, por ejemplo –y también por decimoquinta vez–, se habla del museo de la ciudad o de la necesaria recuperación cultural plena de todo el entorno, no deja de sorprenderme el cambio continuado de portavoces que se atribuyen el parto de los grandes proyectos en los que ha de inmiscuirse toda la ciudadanía.

“Estos “pequeños rateros de ideas comunes” no tienen el menor pudor de adjudicarse la titularidad de cualquier acción, sea del tipo que sea”

Curiosamente, al menos para mí que sigo confiando en la honestidad de las personas, estos “pequeños rateros de ideas comunes” no tienen el menor pudor de adjudicarse la titularidad de cualquier acción, sea del tipo que sea, siempre que pueda conllevar la gloria efímera de ver su nombre reflejado en el resumen impreso de un determinado índice político.

Parece como si cada vez más nos estuviesen obligando a registrar en el ISBN –con el Depósito Legal no basta– todo aquello que se escriba o se publique en cualquier medio.

Os invito a hacer una visita de trabajo a cualquier hemeroteca para que, en tiempo y forma, constatéis lo que aquí se ha afirmado. Vuestro asombro no tendrá límites.

Por ello, y en pro de la verdad, alabando ahora las donaciones que los herederos de varias familias están dispuestos a realizar –sin lucro alguno–, a fin de que la historia granadina se escriba con datos reales, sin necesidad de resucitar a ningún protagonista ni de interpretar sesgadamente sus legados, me pregunto el por qué del miedo que algunas de nuestras instituciones tienen a recibir estos regalos.

Y los ya ocultos –que también los hay– ¿aparecerán alguna vez?

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Ramón Burgos
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