Llegó caminando a la gasolinera, abrió el grifo de agua que había junto al medidor de aire y dejó que el cubo se llenara. En la mochila llevaba bayetas y trapos de diferente tamaño, una esponja, un bote de jabón, una cámara de fotos, un periódico y un raspador de plástico, aunque a veces, para los mosquitos incrustados en los faros y la matrícula, prefería usar las uñas. Le habría gustado tener las llaves de los vehículos que limpiaba para pasar un paño por el salpicadero y, sobre todo, para extender una suave fragancia en el interior.
Abandonó la estación de servicio y se perdió por las calles adyacentes. En los dos últimos años no había encontrado trabajo y la inactividad le empezaba a pasar factura. Sus horarios de sueño cambiaron, su vida se había desordenado y cuando comprendió que perdía días enteros en casa, desanimándose, evitando enfrentarse con la realidad mientras el mismo cielo anaranjado coronaba el atardecer, decidió que había llegado el momento de actuar. Sabía que no obtendría de aquella singular cruzada ninguna recompensa económica, pero al menos se regiría por un horario, disfrutaría de cierto orden y de la satisfacción de hacer algo bueno que mejoraría su vida y la de los demás.
Los elegía con cuidado. Descartaba los más nuevos y se centraba en los estacionados en lugares poco concurridos y cercanos a fuentes o gasolineras. Muchos de ellos parecían pedirle ayuda a gritos. Agua fresca, agua clara…
El primer día lo dedicó a limpiar un todoterreno. Estaba cubierto de polvo y acumulaba restos de barro en los bajos. Las llantas de aleación requirieron paciencia; con uno de los trapos más finos repasó cada esquina hasta que quedaron inmaculadas. Pero eso fue lo último. Antes había despejado la rejilla delantera, plagada de insectos, raspado los grumos del parabrisas que a continuación abrillantó con papel de periódico y enjabonado los faros y los pilotos que luego aclaró y secó. Los marcos cromados de las puertas resplandecían al sol, obligándole a guiñar los ojos mientras espesas gotas de sudor resbalaban por su frente.
La gente que pasaba lo miraba con curiosidad. Algunos le comentaban cosas agradables, otros le tomaban por el dueño y le llamaban la atención por lavar el coche en mitad de la calle.
Al terminar la jornada vació el cubo de agua sucia en una alcantarilla cercana, sacó la cámara de fotos de la mochila e inmortalizó su obra. A partir de entonces, haría lo mismo con cada vehículo.
Durante las semanas siguientes continuó acumulando imágenes en la memoria de su cámara: todas ellas le recordaban que el esfuerzo siempre obtenía recompensa; que el mundo era un lugar hermoso por el que valía la pena luchar.
Pronto se acostumbró a su nueva rutina. Llegaba a casa sobre las ocho, se daba una ducha, cenaba lo que guardase su tembloroso frigorífico y se acostaba. Poco a poco, empezó a dormir mejor.
Soñaba a menudo con el dueño de cualquier vehículo, el hombre sin prisa, que esperaba pacientemente para recoger su coche e, incluso, le ayudaba a secar las últimas gotas de agua. También soñó que aquel desafío alentaba a otros desilusionados; que en el futuro las ciudades se llenaban de limpiadores que ejercían su derecho a sentirse útiles.
Sin embargo, un día sucedió algo. Enjabonaba el cristal trasero de un viejo Ford y, de repente, sintió un golpe en la cabeza. El rumor de la calle desapareció y surgió la oscuridad.
Despertó desorientado. Un policía le ayudó a incorporarse y le colocó una bolsa de hielo en la frente. Le contó que casualmente pasaba por allí, que retenía al hombre que le había golpeado y que si quería podía denunciarlo.
Aturdido aún, acompañó al agente hasta el vehículo policial. En la parte trasera aguardaba un muchacho esposado que al verlo se disculpó. Había creído que se trataba de un ladrón y decidió tomarse la justicia por su mano. El policía chasqueó la lengua y añadió:
–¿A quién se le ocurre lavar un coche que no es suyo?
Él aceptó las disculpas y no presentó denuncia. Recogió la mochila, el cubo, volcado sobre la acera, y se marchó.
No limpió ningún vehículo más ese día. Al volver a casa pensó en el hombre que le había golpeado, en las palabras del policía y en la ingenua propuesta en la que había decidido embarcarse. Había confiado en que el agua y el jabón purgasen sus penas del mismo modo que la pluma purga la pena del escritor. Estaba convencido de que había sabido expresar su desconsuelo, pero también comprendió que, tal vez, el mundo no estaba preparado para escucharle.
Aquella noche, sentado en la cama, encendió la cámara, repasó cuidadosamente las fotografías y permaneció en silencio durante un buen rato antes de apagar la luz.
F I N
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