Entrar en el Museo del Prado es alcanzar un cielo donde uno flota entre colores como si pisara nubes; es tocar con los ojos formas que desprenden la embriagante fragancia del más alto talento; es oír, proveniente al mismo tiempo de nuestro exterior y de nuestro interior, la vaporosa música insonora que siempre brota ante la contemplación de la belleza.
Pasear por sus salas es un derramarse de los sentidos hasta colmar los remansos del sosiego. “Cielo abierto” lo llamó Rafael Alberti, pero es el techado Olimpo donde habitan y nos saludan los dioses del Arte.
Me gusta, de cuando en cuando, recorrer un Prado o el Prado que rebosa sensualidad; detenerme tan sólo, y solo, frente a los cuadros que rezuman lascivia; contemplar, arrobado y descarado, los desnudos mitológicos de las diosas y de las ninfas, de las hermosísimas mujeres, en suma, que sirvieron de modelos para tan elevadas creaciones del espíritu, de los pinceles y del erotismo.
Subo las escaleras de la puerta de Goya; cruzo hacia babor, ya dentro, la rotonda en que impera cual tallado en el aire el “Carlos V” de León Leoni, y accedo a las primeras salas donde busco de inmediato “El Parnaso” de Poussin, que restalla en las paredes como un latigazo cromático, para mirar la bellísima mujer desnuda que simboliza a Castalia, la fuente manadora del agua que, bebida en concha de nácar, provoca la inspiración de los poetas. Recostada en manto azul, rodeada por Apolo, musas y vates sobre los que entre árboles idílicos vuelan y ponen coronas de laurel alegres cupidinetos, esta mórbida Castalia nos invita y predispone ‒ya para todo el recorrido‒ a la lírica, a la sensualidad y a la sicalipsis.
Junto al anterior, otro Poussin muestra un momento de fuerte sugerencia sexual, no explícita pero de fácil adivinación. “Escena báquica”, de hacia 1628, es uno de esos abundantes cuadros de intensa pulsión erótica que, por mordaza de obispos y terror a inquisidores, se camuflaban y exculpaban mediante la excusa de episodios mitológicos. La postura de la hermosa bacante, sentada, completamente desnuda, y la posición del fauno capriforme, patas de animal, que mete sus muslos peludos entre las delicadas piernas abiertas de la sonrosada y suave mujer, nos indican claramente que sólo han hecho una pausa para beber del jarro concupiscente que sostiene un amorcillo contemplador y colaborador de lo que allí está ocurriendo. Instante, el de un breve descanso en la íntima faena, que refleja la pintura.
Cada uno de los cuadros que cito o voy a citar, y muchos otros que no caben, mereciera por sí solo un artículo sugerente y turbador. Como “Lot y sus hijas” de Francesco Furini, de acentuado tono erótico, sin atisbo alguno de tipo moralizante, probablemente la pieza de mayor carga morbosa del Prado, con los sensualísimos desnudos de las muchachas, de espaldas y de perfil, que llenas de luz se modelan en primer plano, escultóricas y perturbadoras, sobre el fondo azul oscuro del morbo. Y con un Lot ‒del que vemos el rostro magistralmente difuminado en hábil esfumato‒ algo embriagado (pero poco), que se aviene a la entrega.
Al poco tiempo de inaugurarse en 1819, hace justamente dos siglos, la pinacoteca de que hablamos, y durante varios años, los cuadros de desnudos que poseía, más de setenta, fueron confinados en una llamada Sala Reservada que sólo podían visitar “las personas de calidad” mediante un permiso especial… Pero eso es nada si pensamos que en tiempos anteriores, y aun durante el reinado de Carlos III en la segunda mitad del XVIII, debido a la enfermiza presión de ciertos miembros de la curería o del curerío, estas obras espléndidas, de arrebatadora belleza, a punto estuvieron de ser quemadas en la pira de una estúpida, perturbada y aterradora moralidad. O mejor dicho, “moralidad”.
Pero por algún milagro del cielo se salvaron de la quema. Afortunadamente. Y hoy podemos recorrer el Prado en un delicioso paseo sensual, mirándolas libidinosamente al par que nos recreamos en su calidad artística, que una cosa no quita la otra.
Y nos solazamos con Venus lascivas, enamoradas o musicales; con Dianas flechadoras; veloces Atalantas, vencedoras del viento en carrera; Evas del Paraíso; frágiles ninfas de los bosques y de las fuentes, libremente desvestidas, requeridas por terribles faunos o centauros en medio de arcádicos paisajes; Ceres que se dejan; Dánaes que deslizan sus exploradores dedos entre los muslos abiertos mientras reciben en su piel luminiscente la lluvia de oro que les derrama Zeus desde el Olimpo del deseo; o con la “Dama que enseña los pechos”, que son como dos rosas blancas generosamente florecidas en el hipnotizador y lindísimo jardín de su torso.
Y admiramos profundamente a los citados, y a Tintoretto, y a Tiziano, Reni, Albani, Boucher, Goya, a Baldung Grien… Y a Rubens, fiesta de carnalidad en medio del pensil de las delicias que es la gran sala central del Prado. Sus “Tres Gracias” son la primavera hecha pintura. Un canto a la alegría de vivir, al amor sensual, al exultante desnudo; un imantador, arrebatador poema visual que exalta con justicia la belleza femenina, el gozo del paisaje no agredido, el deleite amatorio. Y uno quisiera dar un salto mágico e introducirse en el cuadro, penetrar en esa escena, abrazar a las tres Gracias bajo el cortinaje de guirnaldas que las corona, y estarse un rato con ellas, concretamente tres ratos, y luego volver a la sala central del Museo, como quien no ha roto un plato, para seguir disfrutando maravillas.
Maravilla es “La maja desnuda” de Goya, que contra la creencia general de duquesa de Alba, es más bien Pepita Tudó, la amante de Godoy quien tenía la obra en su gabinete privado junto a la velazqueña “Venus del espejo” que nos robaron los ingleses.
Un terremoto interior nos estremece ante ella, echada en el verde canapé, de frente, en posición de absoluta entrega, en voluntaria indefensión, dispuesta y fácil para la acometida, con los codos abiertos y manos entrelazadas tras su nuca, en la misma postura de aceptación que han de adoptar las sumisas.
J. Ch.
Publicado en el diario IDEAL. Granada, 22 de agosto – 2019