Si es evidente que hay una crisis de la autoridad en educación, no es posible jugar con añoranzas y nostalgias del pasado, imposible de recuperar, haciéndole creer vanamente al profesorado que sus demandas se van a ver atendidas y su autoridad perdida recuperada con la publicación de la Ley de Autoridad en el correspondiente Boletín Oficial. Si, por suerte, así fuera así, bastaría ir al trabajo al día siguiente de publicarse y ya todo el mundo (alumnos, familias y colegas) respetarían la autoridad del docente. Por desgracia, el asunto es más complejo y se inscribe, como voy a intentar mostrar, en una crisis de las instituciones modernas que afecta por igual, no solo a España y a sus leyes educativas (como si fueran las culpables) sino a otros países europeos y no solo al profesorado, sino a todo profesional dedicado al cuidado del otro (médicos, enfermeria, trabajadores sociales, etc.).
No obstante, el reconocimiento a nivel legal juega un papel necesario en caso de conflicto a dirimir en tribunales, así como introducir un cierto temor por agredir al profesorado. Ya la LOE (art. 104.1) hablaba del necesario reconocimiento y apoyo al profesorado en ejercicio de su labor, pero ha sido la LOMCE (nueva redacción al artículo 124.3), acogiendo un clamor creciente, la que claramente ha establecido que “los miembros del equipo directivo y los profesores y profesoras serán considerados autoridad pública”. Igualmente, muy importante ha sido la reforma del Código Penal del año 2015 que establece: “se considerarán actos de atentado los cometidos contra los funcionarios docentes o sanitarios que se hallen en el ejercicio de las funciones propias de su cargo, o con ocasión de ellas”. Mientras tanto, varias Comunidades Autónomas han ido elaborando con rango de ley el reconocimiento de Autoridad del Profesorado, comenzando con Madrid (junio 2010) y Valencia (diciembre, 2010). La última en apuntarse –con el cambio de gobierno– ha sido Andalucía, que tiene en trámite la elaboración del Anteproyecto de Ley de reconocimiento de autoridad del profesorado. Con una Ley a nivel nacional no se ve la necesidad jurídica de leyes autonómicas, a no ser porque establezcan medios complementarios de apoyo o reconocimiento.
Pero, bien pensado, la pérdida de autoridad en las relaciones educativas es un proceso más complejo y una ley no puede restablecerla. Con motivo del análisis de la crisis de la educación americana de los años sesenta, Hannah Arendt, en un célebre ensayo (“La crisis en la educación”), diagnostica certeramente que “el problema de la educación en el mundo moderno se centra en el hecho de que, por su propia naturaleza, no puede renunciar a la autoridad ni a la tradición, y aun así, debe desarrollarse en un mundo que ya no se estructura gracias a la autoridad ni se mantiene unido gracias a la tradición”. Bien entendido que, tradición es el mundo heredado (de conocimientos y valores) en el que hay que introducir a los nuevos para que después puedan emprender su propio camino. La crisis de la tradición, manifiesta en la crisis de la autoridad, hace paradójica la tarea de educar en el mundo moderno. Si no hay nada que merezca la pena conservar y trasmitir, con el sentido que da la auténtica “autoridad”, entonces educar es una tarea que definitivamente se ha esfumado del horizonte. Reivindicar la labor educativa de la escuela, exige –prioritariamente– revalidar socialmente la función docente, sin cuya “autoridad moral” no cabe propiamente educar.
En efecto, uno de los fenómenos contemporáneos es el debilitamiento progresivo de la capacidad socializadora de la familia, de las instituciones y de otros grupos sociales primarios, sobre la que se asentaba la labor –propiamente educativa– de socialización secundaria de la escuela. En una sociedad en la que –como la ha llamado el sociólogo francés Dubet– la institución ha ido en declive, la autoridad no viene dada por ser “profesor”, que ya no lo dota la institución, tiene que ser “ganada” por el docente en cada aula, de modo que le permita enseñar y educar. Al no existir esta cobertura institucional, los profesionales se sienten un tanto desarmados, por lo que han de construir su propio rol en cada situación y ganarse el reconocimiento personalmente en el propio contexto de trabajo.
Partiendo, entonces, de la constatación de que hay una crisis de la autoridad docente, el asunto es cómo construirla y ejercerla, sin reclamar una educación autoritaria, ni preferir una educación permisiva, y más allá de la crisis manufacturada por el empleo sensacionalista que hacen los medios. Si la relación pedagógica es, por naturaleza, asimétrica y de autoridad, no cabe –por eso– añorar nostálgicamente una restauración de la autoridad tradicional, pues –como decía Arendt y constatamos a menudo– “la autoridad fracasa donde se usa la fuerza”. Por eso, estamos forzados a reconstruir la autoridad para poder educar y su legitimidad basarla en la necesidad de convivir juntos, mediante unas normas que nos hemos dado. Hay que buscar que alumnos, familias y los propios compañeros se impliquen y participen en la elaboración colectiva de las reglas de funcionamiento y en su posterior control, como han descrito numerosas experiencias de innovación. Ante la tarea de educar en el curso que se inicia proponemos reflexionar sobre cómo la recuperación de la autoridad no es algo individual, sino institucional. Es tarea de todo el centro escolar en torno a un proyecto educativo compartido, con el apoyo de las familias y de la comunidad.
Publicado en Escuela, 12/09/2019
Ver ARTÍCULOS ANTERIORES DE ANTONIO BOLÍVAR
Catedrático de Didáctica y Organización Escolar Universidad de Granada |