El otoño, pasados ya los calores del verano y aún pendientes de los fríos del invierno, es una época ideal para pasear y Granada tiene varios lugares que se prestan al paseo. Uno de ellos es el río Genil en sus dos opciones, Genil arriba o Genil abajo. Yo prefiero la de Genil arriba, que a su vez, para los que padecemos el vicio de la lectura, ofrece dos variantes: con libro o sin libro. Hoy, aprovechando que tengo tiempo suficiente, he optado por el paseo con libro y el libro que me acompaña es el último poemario de mi amigo, vecino y compañero de viaje –los dos vinimos a este mundo el mismo año- el gran poeta Rafael Guillén.
Está publicado por la Fundación José Manuel Lara y su título es “Últimos poemas“. Debajo, entre paréntesis, aparece el subtítulo: “Lo que nunca sabré decirte”. Su publicación es muy reciente y el ejemplar que yo tengo me ha llegado esta mañana. Antes de salir de casa ya he abierto el libro. Eso me ha permitido ver la dedicatoria: “A Nina”. Nina es su mujer y yo conozco a los dos desde hace muchos años.
Comienzo el paseo –y también la lectura- en el parque del Violón. El diminuto parque del Violón, fronterizo con el río, tiene, tanto a mano izquierda como a derecha, unas preciosas pérgolas cubiertas de glicinias a cuya sombra hay unos bancos que están invitando al paseante a interrumpir el paseo y sentarse. Bajo las glicinias hago la primera parada. Abro el libro y comienzo a leer:
Hoy quisiera decirte algo,
no sé, ¡me he equivocado tantas veces!
algo que te lloviese
por dentro, algo como
un aluvión de soledad,
una borrasca de silencio.
A mi alrededor juegan niños y vuelan y revuelan pájaros. Se oyen lejos unas campanas. Yo sigo con el poema hasta el final.
Quisiera que tú misma, sin saberlo,
excavases en tus profundidades
y encontrases los huesos
resplandecientes de un dolor,
que es el mío, no sé, quisiera,
tal vez, sólo decirte
lo que nunca sabré decirte.
El poema se titula “Pórtico” y hace de frontispicio y entrada de todo el libro. Me gusta este humano balbuceo del comienzo. Cierro el libro y sigo el paseo. Adiós glicinias, adiós mirlos y gorriones. Espero unos minutos a que el semáforo me deje cruzar la calle. Después del paso de peatones sólo queda seguir por la acera, río arriba, hasta la siguiente parada. A mi izquierda tengo el Genil, todo cubierto de cemento, como si fuera una calle o una carretera, y a mi derecha la calzada por la que no cesan de pasar coches y autobuses. Los vehículos más ruidosos e insoportables son las motos. Cada vez que miro hacia el río y me acuerdo del poema que Lope de Vega escribió sobre los ríos de Granada –Riberitas hermosas de Darro y Genil…-, me entran ganas de llorar. Creo que, si él pudiera ver cómo está el río, saldría corriendo. Paso el puente del Sagrado Corazón, más conocido por el Puente de las Brujas, todo un modelo de la ramplonería moderna, y sigo acera arriba. Aprovecho el paso de peatones para cruzar a la acera de mi derecha. A unos pocos metros tengo el jardín Escultor Francisco López Burgos, que será el lugar de mi segundo descanso. Hasta hace unos meses aquí también había unas bonitas pérgolas con glicinias y jazmines, pero un día llegaron los “Servicios de Destrucción de Parques y Jardines” de nuestro Ayuntamiento, talaron jazmineros y glicinias y arramblaron con todas las vigas de las pérgolas. Para colmo de abuso rodearon todo el espacio de las pérgolas de alambres y telas metálicas. Así nadie se podrá sentar en los bancos que han quedado atrapados entre los alambres y telas metálicas. Muy pronto hará un año que este jardín sufre tal atropello. Me instalo en uno de los bancos que se han salvado. Muy cerca tengo un naranjo que también se ha salvado. Quiero decir que no lo han pelado hasta formar con sus ramas y hojas una especie de sombrero chino. Debe ser que, afortunadamente, se han olvidado de él. Lo cierto es que luce de una manera natural toda su hermosa arboladura. Otros árboles y arbustos del jardín no han tenido tanta suerte. En los arriates de mi derecha hay plantas convertidas en enormes bolas verdes y en pirámides. También se han salvado los mirlos y palomas de los alrededores que ahora pululan por las avenidas y arriates del Jardín. Sus nidos deben estar en los árboles más altos. Abro mi libro y leo el siguiente poema. Se titula “Juego a muerte”:
Toco tu cuerpo. Pero yo quisiera
tocarte a ti. Toco la dulce,
la dura pulpa elástica
de tu brazo, cubriendo,
protegiendo la vulnerable
candidez de tus senos; cojo
tu mano que me habla, palpo
tus muslos que me gritan,
transito tus senderos
con mi caricia, toda
la orografía, oteros, serranías,
vaguadas de tu cuerpo.
Poesía de amor entre un hombre y una mujer, canto a la belleza del cuerpo femenino, belleza efímera como las flores, pero, ¡milagro del amor!, que el poeta eterniza gracias a sus versos. Una ráfaga de brisa trae hasta mi banco unas hojas amarillas. Melancolía del otoño…
Llegan unos adolescentes que ocupan un banco próximo al mío. Hablan y ríen a gritos. Yo cierro el libro y sigo mi paseo. En el famoso Puente Verde tomo la llamada “Ruta del Colesterol”; pero, cuando llego al parque de la Bola de Oro, hago de nuevo parada. Aquí no hay pérgolas con glicinias, pero sí existe una buena colección de bancos diseminados por todo el parque. En el que yo me siento tiene a su vera un almez. Apenas instalado abro de nuevo el libro:
Me llegará tu voz, tan cálida,
entre los algodones de una niebla fría,
como empapada en un silencio
definitivo, como
venida, fuera ya del tiempo,
desde una dimensión que, todavía,
no habré alcanzado a comprender.
Punto final. Acaba de ponerse el sol y es hora de volver. Los fragmentos que he señalado del poemario difícilmente pueden dar idea de la calidad y belleza del conjunto. Por esta razón mis últimas palabras son una invitación al lector -o lectora- para que abra el libro y lea completos todos los poemas. Sólo son 82 páginas.
Francisco Gil Craviotto,
octubre de 2019