“Des”: prefijo de nuestra lengua que, en estos días, está alcanzando su máximo grado de utilización, aún a sabiendas que “indica negación” y “puede propiciar (entiendo que propicia) la inversión del significado de la base”.
Descristianizado, desesperado, desfavorable, desconfianza, deslenguado, deshacer, desacelerar, descabalgar, y así un largo etcétera.
De esa larga lista, sobre todo, y a tenor de lo antedicho, quiero fijar mi atención en el aprovechamiento interesado del término “desconsolidación”, referido a nuestra ya relativamente joven democracia, y, más concretamente a su empleo por algunos líderes autonómicos, provinciales o locales, pues resulta al menos chocante la obsesión mantenida por destruir lo construido –con el esfuerzo común–, manipulando el idioma de forma injusta en beneficio propio.
Estas jergas partidistas no sólo tienen el peligro real de ser armas arrojadizas contra cualquier adocenada voluntad, sino que también, como en el cántico clásico de las sirenas, ocultan un riesgo aún mayor para la ciudadanía: el ominoso efecto de la duda no razonada y su correspondiente acercamiento a la pérdida de esperanzas –pasotismo, que llaman algunos–.
Sueño con –trabajo por– una sociedad donde los vocablos no sirvan nada más que para mudar todo aquello que nunca fue positivo; donde las libertades de expresión y de pensamiento no sean condicionadas por ningún autoritarismo tiránico; donde el respeto a las leyes y a la convivencia pacífica sean normas inalterables; donde la verdad sobre las cosas de la gobernanza brille en todo lugar y momento.
¡Podéis llamarme ingenuo! No os lo voy a reprochar, aunque yo preferiría que cualquiera de mis reflexiones fuesen consideradas como creencias tendentes a la recuperación del espacio de cohabitación del que nos expulsaron –no lo olvidemos– a causa de nuestra tendencia al endiosamiento.
Por cierto, feliz Navidad o felices fiestas. A cada cual lo suyo, sin que las opciones sean motivo de controversia.
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de
Ramón Burgos
Periodista