Sabemos que desde tiempos remotos, desde los primeros homínidos hasta el “homo-movilis” actual, la humanidad ha ido evolucionando de manera continua, pero de forma y ritmo diferentes; con periodos de paz y de guerra, de calma y de revolución.
Es evidente, que no podemos sustraernos al principio de actividad, de movimiento, de cambio y continuidad que rige el universo, en toda su extensión y en el conjunto de sus elementos. Las revoluciones han constituido unos hechos históricos relevantes y repercutidos, así como un concepto fundamental de la Historiografía. En pocas palabras, podríamos definirlas como situaciones turbulentas de cambios importantes y significativos en las instituciones, en las concepciones y en las condiciones de vida de las sociedades del momento y del lugar donde han ocurrido. Pero, aunque erróneamente tengamos una concepción positiva de todas ellas, no siempre han sido así, sino que muchas han constituido auténticas catástrofes, con invalorables pérdidas de vidas humanas. En cualquier caso, las revoluciones siempre han surgido como respuesta o supuesta solución a los problemas más acuciantes de determinadas sociedades.
Hoy, en la era tecnológica y del conocimiento y pese a los avances conseguidos, siguen existiendo abusos de poder, corrupción e injusticias, así como grandes y graves diferencias interterritoriales, que tenemos la obligación moral de reparar; por ello, las revoluciones siguen siendo necesarias. Pero, eso sí, unas revoluciones distintas y con fundamentos; jamás destructivas, nunca violentas y que tengan como objetivo principal lograr la fraternidad, la equidad y el respeto a la naturaleza y a todas las creencias, personas y pensamientos. Igualmente habremos de alcanzarlas de forma civilizada y a través de un diálogo constructivo y responsable. Aquí en España, tenemos el mejor ejemplo de ello: la Constitución de 1978 ha supuesto la mayor transformación social, política y económica de nuestra historia reciente, por mucho que resuenen los rebuznos de Rufián y otros mequetrefes. Una revolución inteligente que se consiguió desde el encuentro tenso, pero amable, el consenso, la convicción y la participación de todos los ciudadanos y sin frentes, ni rupturas de ningún tipo. Gracias a ella, hemos adquirido un grado de desarrollo, de libertad y de bienestar jamás soñado.
Entonces ¿cuál es hoy la problemática principal a resolver? Aparte del paro, las pensiones, los salarios y otras muchas necesidades de carácter socioeconómico que estamos padeciendo, quiero apuntar cuestiones cualitativas que tienen más repercusión. En los últimos años se está produciendo una cierta ruptura de la convivencia, un choque generacional, un cambio sociocultural incontrolado, con base tecnológica y mediática, que está afectando poderosamente a la totalidad de nuestras vidas: valores, trabajo, prácticas culturales, relaciones, emociones, etc. Pero, además, esta compleja y difícil situación se ve agravada por una soterrada acción política, que pretende conseguir comportamientos homogéneos de toda la ciudadanía, como ocurre en las dictaduras. Se trata de avanzar y pasar del “pensamiento único” a la “acción única”; ya no basta con defender unas mismas ideas, sino también hacerlo con los mismos criterios, con la misma metodología, con los mismos fines y, lo más grave, contra la separación de poderes. La tortuosa investidura de Pedro Sánchez, es un buen ejemplo de ello. En el fondo, subyace una absoluta falta de respeto que vulnera un referente ontológico y ético fundamental: todos los seres humanos somos libres e iguales en dignidad y derecho.
«El respeto constituye un principio primordial e imprescindible para la amistad, la convivencia y la educación de una comunidad, de un país y de toda la Tierra»
El respeto constituye un principio primordial e imprescindible para la amistad, la convivencia y la educación de una comunidad, de un país y de toda la Tierra. Es la capacidad que tenemos para apreciar, reconocer y valorar a las personas y a la individualidad de cada una, cualquiera que sea su situación. El respeto, por tanto, lleva implícita la libertad, ya sea de conciencia, de creencia, de pensamiento o de acción. También es esencial el respeto a las instituciones democráticas. Kant, en su Pedagogía, sostenía que la barbarie es la independencia respecto a las leyes. Marx afirmó que los obreros necesitaban más del respeto, que del pan. Con estas premisas, ¿Qué es necesario para lograr el respeto pleno? Se hace cada día más urgente un cambio de actitud en la mayoría de los políticos, especialmente independentistas y adláteres, para que abandonen su estado de embriaguez, acaben con su actitud supremacista, no fomenten más enfrentamientos, dejen de violar las leyes y se preocupen por los intereses de los ciudadanos y no únicamente de los suyos propios.
Todo ello se multiplica profusamente, porque el mal ejemplo cunde entre sus seguidores y bien pagados agitadores sociales, junto con la propaganda televisiva que vuelve héroes a los villanos. Las personas valiosas y dignas de consideración son las que sienten un profundo respeto por los demás, las que saben comprender, integrar, compartir, unificar, etc. Ante la deriva de enajenación mental y rupturista que estamos viviendo en España, no podemos quedarnos cruzados de brazos; tenemos que actuar y alertar sobre las graves consecuencias para todos, los valores universales y las inadmisibles conductas políticas. Abrirnos al futuro, pero contando con los valiosos tesoros materiales, intelectuales y espirituales que nos ha donado el pasado. No aceptamos, ni merecemos las maneras y las burlas descaradas de nuestros gobernantes, ni la pasividad de sus adversarios. ¡Ánimo, Coraje y Suerte para este Año Nuevo! Los necesitaremos.
(NOTA. Este artículo del catedrático y escritor, Antonio Luis García Ruiz, fue remitido al diario IDEAL con fecha 1 de enero de 2020 y publicado en la página 15 del diario correspondiente al lunes, 13 de enero)
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