Antonio Bolívar: «El ‘pin parental’ y el fin de la educación»

 

Si la educación debe subordinarse a las diferencias ideológicas, étnicas o culturales de las familias, sin ningún territorio común de valores compartidos, entonces esto significa el fin de la educación pública.

Decía Hannad Arendt en un célebre ensayo que la educación entra en crisis cuando se deja de creer que haya un mundo común compartido de conocimientos, pero también de valores y actitudes, en el que hay que introducir –como huéspedes– a los recién nacidos para que, posteriormente, puedan emprender su propio camino. Si no hay mundo común, la educación pública deja de tener sentido, a lo sumo el “homeschool”. Podrán enseñarse destrezas técnicas (lectura, matemáticas o química), pero no “educar”. Aún en Ciencias de la Naturaleza o en Química no cabe del todo una “neutralidad de la enseñanza”.

La educación es “pública” no porque esté abierta a todo el público (menos aún porque sea estatal o sea gratuita), sino porque “crea” público, es decir personas con valores comunes compartidos, más allá de los vividos en cada familia, que posibilitarán una convivencia ciudadana en el espacio público. Sin este mundo común, que merece la pena conservar, no hay educación posible. “Non scholae, sed vitae discimus”, reza un lema memorable procedente de Séneca y reafirmado por Kant o Rousseau. Sería el fin de la educación. Porque el objetivo de la escuela pública es construir ciudadanas y ciudadanos; no identidades diferenciadas, según el origen étnico o las creencias particulares de su familia. Como decía Postman, con motivo del multiculturalismo aplicable a este caso, “la alternativa multiculturalista conduce, de forma bastante evidente, a la ‘balcanización’ de la escuela pública o, lo que es lo mismo, a su fin (Postman, El fin de la educación. Una nueva definición de la escuela, pág. 73).

El asunto de cuestionar esta educación común viene de lejos y extendido en varios países (por ejemplo, Movimiento Escuela sin Partido-MESP en Brasil); pero en España tuvo su punto álgido de manifestación con motivo de la campaña orquestada contra la “Educación para la ciudadanía” establecida en la LOE. Ahora ha revivido de manera aún más grave bajo el llamado “pin parental”, en una iniciativa promovida por HazteOir y defendida por el partido Vox, dado que cuestiona por su base la autoridad y profesionalidad docente, intentando intimidar a centros y profesores. Como es conocido se entiende por “pin parental” que los directores o directoras deben informar previamente a los padres, y solicitar “autorización expresa”, sobre la enseñanza de cualquier materia o contenido que pueda afectar a cuestiones morales socialmente controvertidas, para que estos puedan o no dar su consentimiento u oponerse a determinados contenidos. Es decir, los valores comunes quedan al arbitrio de cada familia que, además, en una sociedad crecientemente multicultural y con valores ideológicos diversos, nunca serán del todo coincidentes. Y, en tal caso, como señalaba Postman, esto supone, no que este sea la finalidad (imposible, al no ser común) de la educación, sino su propio fin, tal como la hemos conocido.

Así en el Acuerdo del Gobierno Andaluz con Vox, se señala que se procederá a regular mediante el establecimiento de una autorización expresa de las familias para la participación de sus hijos en actividades complementarias. El asunto ya ha comenzado. El último, la denuncia de una familia de Baena (Córdoba) contra el Instituto de su hijo por emitir un vídeo contra la violencia de género, en el Día internacional contra la Violencia contra las Mujeres. Lógicamente ha soliviantado a los docentes y suscitado un debate sobre la legitimidad de los padres para negarse a que sus hijos reciban formación en materia igualdad, violencia o educación sexual.

Es verdad que, desde el lado de la escuela, en determinados casos en los últimos tiempos, ha faltado una ética profesional docente o el “proyecto educativo de centro” no ha sido suficiente consensuado y aprobado por la comunidad escolar. Los déficits en el modo de acceso a la profesión docente y su socialización posterior, son conocidos y llevamos mucho tiempo abogando por otros modos de acceso. Al tiempo, los grados de implicación de las familias y del propio profesorado con un Proyecto Educativo vivo, como espacio para la construcción común de valores, no siempre han sido los deseables. Pero eso es una cosa, que es preciso reclamar y recomponer; y otra –muy distinta– negar que la escuela esté legitimada para “educar”, como ámbito que solo pertenece a cada familia

En efecto, si la educación debe subordinarse a las diferencias ideológicas, étnicas o culturales de las familias, sin ningún territorio común de valores compartidos, entonces esto significa el fin de la educación pública. La finalidad de la educación en el Estado Moderno ha sido integrar, no respetar las diferencias. Si ahora se quiere incrementar dichas diferencias, aduciendo que sólo pertenecen a la opción y permiso familiar, lo que propiamente queda son escuelas diferenciadas según creencias o ghetos o “homeschool”. De este modo, se renunciaría a que la educación escolar pudiera contribuir a construir una comunidad de ciudadanos, base de la convivencia en el espacio de la nación, como fue el objetivo del nacimiento y extensión de la educación pública. Pero, en tal caso, como lamenta Dominique Schnapper en su excelente libro (La comunidad de ciudadanos. Acerca de la idea moderna de nación):

“El futuro dirá si se trata de un canto de cisne, pero ¿qué porvenir aguarda a una comunidad de ciudadanos, cuando los unos se afirman en sus particularismos étnicos o en su identidad religiosa, y los otros confunden sus deberes de ciudadanos con sus derechos como consumidores”.

Publicado en “Escuela”, 23/01/2020

 

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Catedrático de Didáctica y Organización Escolar

Universidad de Granada

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