Francisco Javier Sánchez Manzano: « Segunda oportunidad»

Relato ganador del Certamen Literario Universidad Alfonso X en 2014

Ahora

Marcos Dusen sale por la puerta del tanatorio y levanta la vista antes de colocarse la capucha del abrigo. Una delicada cortina de agua se estrella contra su rostro. A Marcos le gustan los paseos bajo la lluvia porque puede llorar sin llamar la atención. Se ha dado cuenta hoy, un día después de morir.

Esta mañana ha desayunado en una solitaria cafetería, ha leído el periódico, ha caído una gota transparente sobre su esquela (los muertos no lloran, deben de ser los restos del aguacero). Luego ha asistido a su propio velatorio. Es curioso: ahora que conoce la luz y las tinieblas, no está tan seguro de saber diferenciarlas.

Ayer

Había un mendigo en el lavabo de la estación, borracho, tirado en el suelo. Se rió con estrépito al verle entrar; le mostró algunos huecos en la dentadura. Agarraba el envase de vino con una mano y gritaba palabras en una lengua extraña.
Era la una de la madrugada. Marcos Dusen estaba cansado y el tren a París llevaba retraso. Pensó en echar una cabezadita en la sala de embarque, hasta que en los monitores apareciese la nueva hora de salida, pero no quería perder de vista su maleta. De pronto tuvo una idea: se dirigió a los aseos, buscó un habitáculo libre, bajó la tapa del inodoro y se recostó contra la pared. El pestillo de la puerta estaba roto, así que usó su equipaje como arbotante. Programó la alarma del reloj para que le avisara una hora más tarde y se relajó.
Le despertó el sol. La maleta seguía sujetando la puerta, pero esta se había abierto unos centímetros y dejaba pasar un rayo de luz que se posaba en su rostro. Con los ojos todavía cerrados agarró el asa y levantó la maleta. Supo por el peso que no faltaba nada. Sin embargo, la claridad que se colaba por los ventanucos indicaba que algo no iba bien. Palpó el bolsillo de la camisa en busca de su pasaporte y su billete. No estaban. Introdujo la mano y hurgó dentro. Vacío. Tampoco estaba su reloj. Agobiado, salió con prisa de su pequeño refugio y escrutó el resto de los aseos. No vio a nadie, pero en el lavabo encontró una maquinilla de afeitar y un peine. Corrió hacia los andenes. Allí, el monitor le confirmó su mal presagio: había perdido el tren. Su tren. Imaginó al risueño mendigo cómodamente sentado en el departamento 13B, disfrutando de la prensa, del desayuno de clase turista, del hilo musical;  iniciando una nueva vida, justo la que él se había pedido.

Necesitaba hacer ese viaje. Habían pasado tres meses desde que envió su novela a un prestigioso certamen literario. Poco a poco, el silencio se convertía en desencanto. No obstante, en lugar de rendirse, Marcos decidió empezar una nueva obra, aunque pronto la abandonó. El motivo se distinguía con claridad en su rostro: se sentía cansado. Hasta entonces había logrado con mucho esfuerzo compaginar el negocio familiar con su afición a la escritura, pero al final del día le faltaban horas. Además, tampoco contaba con mucho apoyo. «Vives del cuento», le dijo en una ocasión su padre. «Ojalá», respondió él.

El tiempo seguía pasando, pero nada más pasaba. Engullido por la rutina, notó que su vida se le escapaba, que ya no se detenía a disfrutar de los pequeños detalles diarios ni apuntaba ideas para incluirlas en sus escritos. Comenzó entonces a tener un sueño recurrente: caminaba por el sendero de un bosque hasta que llegaba a un cruce de caminos. Todos parecían iguales, pero solo uno era el correcto. Finalmente, sin saber cuál elegir, hincaba la rodilla en la tierra del campo y gritaba desesperado, aunque, por alguna razón, ningún sonido salía de su boca. Al despertar, su cama era una maraña de sábanas, y Marcos, empapado en sudor, no lograba olvidar esas imágenes que siempre se olvidan.

Cierto día en que notaba una singular desilusión pensó en llamar a sus amigos. Necesitaba hablar:
–Hoy me viene mal, tengo lío en el despacho –dijo David.
–No puedo dejar a los niños con nadie. Es que Lola ha ido a la peluquería –dijo Rafael.
«No importa. Lo comprendo», respondió en ambos casos.
Entonces llamó a Pierre:
–Vente a París –le aconsejó su amigo francés–: Aquí podrás relajarte y ordenar tus ideas. Con el tiempo escribirás un libro aún mejor.
Colgó el aparato y se miró al espejo. «Voy a conseguirlo», se dijo. «Pronto surgirán nuevas razones para contar cosas».
Al día siguiente sacó sus ahorros del banco, preparó una maleta, envió un escueto mensaje al móvil de sus padres y al anochecer se dirigió a la estación. Prefería el tren al avión. El viaje era más largo, pero tendría tiempo para pensar mientras observaba el paisaje. Ya podía imaginarse tumbado en el pequeño camarote individual, adormecido con el traqueteo del vagón, esperando con ilusión la llegada de un amanecer que no habría de ser uno más.
Pero ese amanecer nunca llegó.

Hoy

Marcos trató de consultar la hora y se topó con su muñeca desnuda. Maldijo al ladrón de sueños. También maldijo su mala suerte. Tenía el dinero justo para su estancia en París y no podía permitirse otro billete. Pensativo, cabizbajo, abandonó la estación sin rumbo fijo. Quiso mirar al cielo y pedir explicaciones, pero las primeras gotas de agua de la mañana le obligaron a cerrar los ojos.

Poco más tarde, en el taxi, se enteró del accidente. «¿Puede subir el volumen?». Las escobillas del limpiaparabrisas no le dejaban escuchar. El tren había descarrilado. Su tren. Una catástrofe; ni un superviviente. El estómago le dio un vuelco; el pulso se le disparó. Llegó a casa, soltó la maleta y se sentó en la cama. Sintió alivio y remordimiento. Sintió miedo por ser dueño de algo que nunca había sabido apreciar: su propia vida.

Sin embargo, cuando se hubo calmado, descubrió que se encontraba en una situación única. Y tomó una decisión.

Hoy ha ido a su propio velatorio. Ha usado una barba postiza, unas gafas enormes, una peluca; ha engordado diez kilos con un cojín bajo el abrigo. Ha cambiado el tono de voz y el acento.
–Soy Pierre, un amigo de Marcos –informa al llegar a la oscura sala del tanatorio–. En cuanto me he enterado he cogido el primer vuelo desde París –se acerca al ataúd. Está cerrado.
–Es que el cuerpo ha quedado muy mal. Lo hemos identificado por el reloj –le comenta apesadumbrada una señora vestida de riguroso luto. Es su tía.
–Pobre –se lamenta el falso francés.
Varias personas se acercan al verdadero Marcos. Recibe dos abrazos. Su padre, su madre:
–Nos hablaba mucho de ti. Tenía tantos amigos por todo el mundo…
Marcos se emociona. Hacía años que sus padres no lo abrazaban. Y ahora lo hacen sin saberlo. La vida es paradójica. O quizá la muerte, que saca palabras de los vivos que siempre llegan tarde.

Dos hombres le tienden la mano:
–Me llamo David. Marcos era mi mejor amigo. Habría hecho cualquier cosa por él.
–Me llamo Rafael. Marcos era mi mejor amigo –luego revela, tembloroso–: Me podría haber pasado a mí. Estuve a punto de acompañarle.
En ese instante suena el móvil de su progenitor.
–¿Es usted el padre de Marcos Dusen? –pregunta una voz metálica–. Verá, no hemos podido localizar a su hijo. Por suerte incluyó este número en sus datos. Tengo el placer de comunicarle que su novela ha ganado el Premio de Edición Internacional. Sería deseable que Marcos se pusiera en contacto con nosotros lo antes posible…
–Marcos ha muerto –interrumpe el padre.
Se hace el silencio.
–Créame que lo siento, señor Dusen –la voz suena sincera.
–Gracias. Era un gran escritor.

Marcos ya ha oído bastante. Abandona con sigilo la reunión y sale a la calle. Se para en mitad de la lluvia. Sus lágrimas se funden con el agua del cielo. Ha disfrutado del triunfo del perdedor, de la sinceridad para el hombre muerto. Tras la barba postiza se adivina una sonrisa, una emoción empapada por un nuevo bautismo.
No se quedará a contemplar su propio entierro.

Ahora que es libre como nunca antes lo fue, que se han marchado los temores que quemaban en el estómago, ahora que el destino le ha regalado una segunda oportunidad, escribirá su mejor libro. Las ideas fluyen en su mente, las frases se suceden una tras otra.

Se esconderá en algún lugar apartado hasta que acabe de escribir. Nadie le interrumpirá. Luego, todo será distinto. Quizá, tras el recuerdo de su velatorio, haya decidido que el tiempo le dolía porque jamás supo valorarlo. A partir de este momento disfrutará de la luz azulada de cada atardecer. De la lluvia que redime. Y de todas las palabras que el aire transporta. Morir le ha servido para darse cuenta de que la vida es la mejor inspiración.

F I N

 

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