En su “Autobiografía”, Antonio Machado –espero que nunca me reprochéis que lo cite tan a menudo– declaraba que: “(…) Todo lo español me encanta y me indigna al mismo tiempo. Mi vida está hecha más de resignación que de rebeldía; pero de cuando en cuando siento impulsos batalladores que coinciden con optimismos momentáneos de los cuales me arrepiento y sonrojo a poco indefectiblemente”.
Y es que, quizá de tanto leer y releer al maestro en estos días de pandemia –lo que os recomiendo de todo corazón–, empiezo a tener, con su prosa, un especial sentimiento mimético, peligrosamente cercano al plagio más deshonesto.
Desde mi ventana, miro y admiro la responsabilidad con la que la mayoría de los ciudadanos están manteniendo su “encierro preventivo”, a la vez que me encorajino con aquellos otros –los menos– que abusan de la tan traída y llevada picaresca nacional para saltarse las normas y –tenedlo muy en cuenta– poner en peligro a los demás, por el sólo hecho de demostrar su “listeza” (es decir, su idiotez, rallando en la majadería).
Ha llegado la temporada –dure lo que dure; y ¡ojalá sea intemporal!– de actuar con solidaridad; de demostrar que nacimos para “ser”; de vivir como humanos desarrollados y no como bestias salvajes en selva de cemento. Esto es lo mínimo exigible, con independencia a cualquier credo personal.
Por ello, parafraseando a Fernando Sebastián, el que fuera arzobispo coadjutor de Granada y, más tarde, cardenal presbítero de Santa Ángela de Merici, me permito recordaros que “los tiempos convulsos son apasionantes”. Sobre todo si lo respirado ahora nos sirve para rehacer nuestras relaciones, reconstruyendo una sociedad global –la que nos es propia– y que venía solicitando desde tiempo atrás algo más que una buena mano de pintura.
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de
Ramón Burgos
Periodista