Dedicado, in memoriam, a Natividad Cervilla Garzón, la maestra Tati, cuya inesperada ausencia nos ha sumido a todos en unos días aún más tristes y dolorosos. Te echaremos de menos, compañera.
Con el paso del tiempo, un día me cupo la responsabilidad y el privilegio de afrontar la enseñanza de un grupo de niños y niñas. Fue un punto de partida profesional y, a la vez, una estación de llegada tras largos años de estudios que, es justo reconocer, nunca habrían sido posible sin el sacrificio y abnegación de unos padres que siempre confiaron en el potencial transformador de la educación. Dos personas de origen humilde, pero con un saber profundo de la vida, que supieron reconocer que el progreso social verdadero no vendría nunca de un golpe de suerte aislado –a pesar de que nunca lo desdeñaran del todo–, si no de la posibilidad real de dotar a sus hijos de la educación y la cultura que ellos nunca tuvieron oportunidad de recibir. Beneficio intangible de la enseñanza que a ambos les habrían usurpado sus adversas circunstancias vitales y un injusto orden socioeconómico. Así, su gran ambición, su desvelo máximo, lo situaron en nuestro bienestar y este, sabiamente comprendieron, solo podría venir de la mano de la educación; el verdadero ascensor social que nos podía alejar de las penalidades y estrecheces que ellos pasaron.
Unos progenitores, como la mayoría de su generación, cuya por infancia estuvo marcada –como reiteradamente se nos recuerda en estos días–, por las privaciones y la pobreza desplegadas a causa de la contienda incivil; la Guerra de España. Su juventud transcurrirá bajo el acecho del hambre y el racionamiento de los largos años de posguerra. Después, en su prematura vida de adultos, se verán obligados a ganarse el pan con el sudor de su frente: en interminables y sufridas jornadas de sol a sol en verano, o de frío y dolor en invierno. Jornaleros del campo que, también, vivirán las amargas experiencias del analfabetismo, la emigración, el desempleo y, en fin, las innumerables obligaciones del duro trabajo campesino con unos ingresos siempre escasos y cicateros. Todo ello aderezado con un sinfín de penurias, explotaciones y adversidades varias del contexto hostil e irrespirable de la dictadura franquista.
Las conquistas de la democracia serán su éxito y la posibilidad de legarnos un mundo mejor su objetivo. Ellos, los niños y niñas de la guerra, que habrían recibido tan injusto trato en la vida, en cambio, llegado el momento, sabrán corresponder con generosidad y desinteresada entrega hacia sus hijos y hacia la sociedad en general. Sufridas generaciones de mayores que siempre darán todo a cambio de nada y que, en estos tristes días de crisis sanitaria –los que a duras penas han llegado hasta aquí– vemos como se nos van inermes, solitarios y desvalidos, como víctimas propiciatorias de una enfermedad que nos ha sometido como ninguna otra lo hizo antes.
A diferencia de las sufridas generaciones de nuestros padres y abuelos, a nosotros, nos han correspondido unas dosis mayores de fortuna: no hemos conocido directamente la guerra, ni el hambre, ni la opresión social. Realmente hemos sido unos privilegiados y, hasta ahora, sin que todo fuera perfecto ni mucho menos, disfrutábamos de las mayores cotas de bienestar y de derechos que tuvo generación alguna en nuestra historia: nos habíamos formado, disfrutado de ciertas comodidades y, con la maleta cargada de sueños y de experiencias, un día emprendimos nuestro vuelo del hogar. Salida provisional –pues siempre quedaba una puerta abierta a la que volver–, con la que iniciábamos nuestras oportunidades laborales.
Mi primera escuela estuvo localizada en plena sierra de La Contraviesa, a unos 1.300 metros de altitud. Una escuela rural, en el término de Torvizcón, que albergaba cada día a los niños y niñas de los distintos cortijos dispersos a su alrededor. Un entorno idílico de barrancos y ramblas, de lomas y cerros desde el que se podía contemplar tanto el azul de mar Mediterráneo como las blancas cumbres de Sierra Nevada. Todo un paisaje salpicado de almendros, viñedos e higueras en torno al que, cada mañana y con la máxima puntualidad, me esperaban los quince alumnos de la Escuela Unitaria de Cerrillo Puertas. Alumnos para los que la asistencia diaria a clase era algo muy especial. Era algo ajeno a la obligatoriedad de la enseñanza establecida por las leyes, a la imposición de sus padres o porque realmente estuviesen preocupados por su aprendizaje. Aquel pequeño espacio educativo constituía el centro de su mundo de niños, de su infancia, de sus vidas. Allí estaban sus amigos, sus juegos, la convivencia con sus iguales, su mundo de sueños y sus libros. Tras la jornada escolar (en horario de 10 a 15 horas) tocaba deshacer el camino andado por la mañana, muchas veces envueltos en las húmedas y frías nieblas que subían de la costa. Una vuelta a casa por sinuosas veredas y polvorientos caminos que, en todos los casos, comprendía varios kilómetros de distancia. Yo, por mi parte, regresaba a casa, al pueblo matriz, en el coche que me había prestado mi hermano, feliz, ilusionado y sabiendo que al día siguiente de ningún modo podía faltar. No podía fallarles a aquellos pequeños.
Indudablemente, ese curso escolar me marcó profundamente y traté de aplicar todas las teorías y prácticas pedagógicas que pude, supe y fui capaz. Fueron un grupo de niños y niñas de diversas edades (entre los primeros años de Educación Infantil y 6º de Primaria), heterogéneo de por sí, noble y colaborativo que, aún pasadas tres décadas, recuerdo con especial nostalgia y cariño. Primera escuela que, justo al año siguiente, y para evitar su prolongado aislamiento, la administración educativa la englobará, junto con otras pequeñas escuelas del mismo tipo en la comarca de La Alpujarra, dentro de un Colegio Publico Rural Agrupado (CPRA). Para, a pesar de las dificultades y según se decía, pasar a ser un colegio “con unos pasillos muy largos”. Un espacio en el que se hiciera posible y se facilitara el trabajo conjunto en el aula de varios maestros itinerantes.
Sirvan estas líneas que preceden de ejemplo y contraste de las oportunidades de enseñanza que se les posibilitaron a unos y otros. A nuestros ancianos, obligados al trabajo y la ayuda complementaria en casa desde su más tierna edad. A nuestros jóvenes, con el esfuerzo de la democracia por la extensión de la educación pública y gratuita hasta todos los rincones de nuestro país. Justicia e igualdad de oportunidades que, contrariamente al falso reconocimiento generacional que algunos muestran ahora a nuestros mayores, con las recetas y añoranzas de los adalides de la derecha y la ultraderecha más ultramontanas, a buen seguro, nunca se habrían producido.
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Maestro del CEIP Reina Fabiola (Motril).
Autor de los libros ‘Cogollos y la Obra Pía del marqués de Villena.
Desde la Conquista castellana hasta el final del Antiguo Régimen‘
y ‘Entre la Sierra y el Llano. Cogollos a lo largo del siglo XX‘