Este viernes, Primero de Mayo, miles de trabajadores no podrán salir pacíficamente a las calles con sus pancartas y banderas. Como era tradicional. Este año el Día Internacional del Trabajo, en nuestro país y en el resto del planeta, será diferente y único en sus 130 años de historia, pues estará marcado por la crisis sanitaria y el confinamiento que desde hace siete semanas atenaza la vida de los ciudadanos en España.
En este Día Internacional de los Trabajadores sí podemos y debemos traer a la memoria sus orígenes y la lucha de quienes no se resignaron ante las adversas circunstancias en que vivían y que, a pesar de todas las presiones, plantaron cara con rebeldía a la pauperización de sus condiciones laborales. Reivindicaciones y conquistas, lenta y dificultosamente logradas a lo largo de más de una centuria, que, no lo olvidemos, son la base de los derechos y libertades que hoy disfrutamos.
La fecha tiene su origen a finales del siglo XIX. Se fijó en 1889 durante el Congreso Obrero Socialista de la Segunda Internacional, celebrado en París. De ese modo se tributaba un recuerdo y homenaje a los conocidos como “Mártires de Chicago”. Trabajadores que tres años antes, el 1 de mayo de 1886, se habrían sumado a la huelga iniciada en los Estados Unidos para la consecución de la jornada laboral de ocho horas. Movimiento social que, en plena revolución industrial, trataba de concienciar sobre las pésimas condiciones de vida del proletariado. Cuya conocida filosofía era: ocho horas para trabajar, ocho para dormir y otras ocho para su tiempo libre. En la ciudad de Chicago los enfrentamientos entre manifestantes y policías durarán varias jornadas. En uno de los encuentros y a causa del lanzamiento de un artefacto explosivo perderá la vida uno de los agentes. Violento y grave incidente que acarreará la detención de una treintena de trabajadores. De los que tres de ellos serán condenados a prisión y cinco ejecutados en la horca.
Durante el pasado siglo XX, el Primero de Mayo, se convertirá en la fiesta del movimiento obrero internacional. Manifestaciones pacíficas y reivindicativas, como la imagen que encabeza este artículo, de decenas de trabajadores y sus familias en huelga (“El cuarto Estado”, de Giuseppe Pelliza). Escena, inmortalizada por Bernardo Bertolucci en su inolvidable película “Novecento”, en la que se les puede ver marchando juntos y confiados en la lucha por unos salarios dignos y unas condiciones laborales sencillamente más humanas. Conflictos, desafíos y negociaciones que, poco a poco y a lo largo de los años, mediante la acción conjunta de sindicatos y partidos de izquierdas, conducirán al logro de indudables avances sociales y mejoras en la legislación laboral de muchos países europeos: asistencia sanitaria, cobertura de accidentes del trabajo, vacaciones pagadas, pensiones de jubilación, etc.
La celebración del 1º de Mayo en Granada capital se iniciará tímidamente a principios del Novecientos y se irradiará lentamente por los pueblos y ciudades de su provincia. Hasta llegar a la capital comercial y administrativa de mi comarca, Guadix. Núcleo central de un extenso territorio eminentemente agrícola, ganadero y minero. Me puedo imaginar la asistencia de uno de mis paisanos a la Fiesta del Trabajo en esas primeras décadas del siglo XX. Seguramente asistiría, –después de caminar durante varias horas– con una extraña mezcla de sensaciones, entre incrédulo e ilusionado. Con suficiente tiempo para pensar en las privaciones y esfuerzos a que se había visto obligada la vida del jornalero desde su más tierna infancia; bajo el yugo de la explotación que antes habría sometido sus progenitores. Regresaría al pueblo, tal vez con el pecho henchido y todavía resonándole en la cabeza las consignas que le hablaban de un mundo más justo y de los bellos ideales de superación de las injusticias. Pero, también, sintiendo todo el peso y la responsabilidad ineludible de afrontar las carencias de su existencia: el pan y el trabajo.
Conmemoración y encuentro obrero de la comarca accitana que vendría desarrollándose, bajo el impulso directo de las sociedades obreras locales, desde el año 1912. En un contexto que, según recogen las crónicas del momento, primaría el escepticismo y la queja, más o menos generalizada, de la pasividad y falta de participación de los obreros y jornaleros. Retraimiento e indiferencia anual que, “en la memorable fecha del primer día del mes de mayo”, quedaba roto y, según expresan algunos de sus dirigentes, “se congregan para escucharnos y sentirnos”. Momento festivo en el que, seguramente, se contaría con el tenaz impulso de los mineros de Alquife y de los ferroviarios del barrio de la Estación de Guadix. Colectivos, ambos, curtidos en numerosas huelgas y movilizaciones por un jornal digno, por unas medidas mínimas de seguridad en el tajo y por la reducción de sus interminables jornadas de trabajo.
Jornada laboral de ocho horas en la que, aunque pueda parecer sorprendente, España fue uno de los primeros países europeos en que se aprobó. Se consiguió legalmente en 1919, tras una huelga general en Barcelona. Ese 21 de febrero los apagones provocados por la principal compañía eléctrica, La Canadiense –conocida así por ser filial de una empresa norteamericana–, provocarán una cascada de paros generalizados en toda la capital catalana, que llegará a convertirse en una de las movilizaciones obreras más importantes de la historia de nuestro país. Apenas dos meses después, el rey, Alfonso XIII, se verá obligado a firmar el decreto sobre la “jornada laboral máxima de ocho horas diarias o cuarenta y ocho horas semanales”. Otra cuestión será si realmente se aplicará la legislación aprobada. Después, dejando a salvo el corto periodo de la II República, las dictaduras de Primo de Rivera (1923-1930) y la de Franco (1939-1975) harán el resto. Incluso la celebración en sí del Día del Trabajador tendrá que esperar hasta 1978.
Ante los negros nubarrones y la confusa incertidumbre que hoy se cierne sobre la salida de esta grave situación generada por la pandemia, todos hemos descubierto, al menos, tres aspectos básicos: primero, la importancia de la cultura del trabajo y quienes son de verdad los que desarrollan funciones esenciales en nuestra sociedad; segundo, que se debería superar la fase de deslocalizaciones de empresas que nos han dejado enormemente dependientes del exterior y, por último, que nos urge una verdadera apuesta por la educación y por la investigación médica, científica y tecnológica. No nos olvidaremos de la sangrante temporalidad y precariedad del empleo –especialmente entre los más jóvenes– ni tampoco que, después de las alarmantes cifras de personas desempleadas, que estamos escuchando estos días, estará el drama humano subyacente. Circunstancias ante las que habrá que hacer algo, habrá que buscar soluciones. ¿O no?
Este Primero de Mayo, a pesar de todo, debería ser una efeméride festiva digna de recordar y, por supuesto, siempre reivindicativa; en defensa de los derechos colectivos adquiridos por los trabajadores, por los asalariados, por la ciudadanía en general. Como aquel de las ocho horas “conquistado” hace más un siglo y por los futuros que vendrán, como un mejor y más equitativo reparto de la riqueza y, en esta coyuntura de excepcionalidad que se nos presenta en el horizonte, frente a las alarmantes señales de incremento de la desigualdad y de los crecientes riesgos de exclusión social, garantizar una renta mínima para vivir a los que no tienen recursos o para aquellos a quienes esta crisis deje inermes y sin posibilidades para conseguirlos.
Tal vez, asimismo, sea un buen momento para que aquellos que, siendo trabajadores (asalariados o autónomos), desdeñan de las necesidades y los logros de sus propios compañeros para abrazar, entiendo que de modo inconsciente e ideologizado, los postulados de quienes de modo egoista y rencoroso –pero con poderosos medios económicos y de manipulación– impiden y dificultan la extensión de las mejoras y los avances para toda la sociedad. Pues, este Día de los Trabajadores, debería quedar claro, no va contra nadie. Contra nadie que no son sean los especuladores y rentistas insolidarios que van a lo suyo, mientras se aprovechan de la necesidades humanas. No gustará tampoco –como no les ha gustado nunca– a los poderosos y reaccionarios que añoran la obediencia ciega del esclavo y las condiciones laborales del siglo XIX. Tampoco será del agrado de los que regatean y usurpan los frutos que la tierra ofrece para todos. Ni de los que abusan sin escrúpulos y se niegan a compartir lo más básico con otros seres humanos. En suma, contra los que olvidan que “el sol sale para todos”. En cambio, para los demás, para los hombres y mujeres honrados que viven de su trabajo y reivindican la dignidad del pueblo, hoy es su día. Aunque no tengamos nada que celebrar.
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Maestro del CEIP Reina Fabiola (Motril).
Autor de los libros ‘Cogollos y la Obra Pía del marqués de Villena.
Desde la Conquista castellana hasta el final del Antiguo Régimen‘
y ‘Entre la Sierra y el Llano. Cogollos a lo largo del siglo XX‘