El escita Babuc–vid. “El mundo tal como va”, 1748, Voltaire– tras recibir la visita de Ituriel, deidad “considerada como una de las de rango más elevado”, se puso en camino rumbo a Persépolis para cumplir con el encargo del genio: “Vete rápidamente a esa ciudad, examínalo todo; cuando vuelvas, me darás cuenta exacta de todo. Entonces decidiré, según sea tu informe, lo que he de hacer para enmendar la población, o bien destruiré la ciudad”.
Algunos días después de su partida, el enviado se encontró, en las llanuras de Senaar, con un soldado del ejército persa, “que iba a combatir contra el ejército indio (…) y le preguntó el motivo de la guerra. –Por todos los dioses –dijo el soldado– que no sé nada de ello. No es asunto mío; mi oficio consiste en matar o dejarme matar para ganarme la vida; es indiferente que lo haga a favor de los unos o de los otros. Podría muy bien ser que mañana me pasase al campo de los indios, pues me han dicho que dan más de media dracma de jornal a sus soldados…”.
Como comprenderéis os invito a seguir leyendo el resto de la historia –y, naturalmente, su final– en una de las innumerables ediciones de este libro de François-Marie Arouet, no sólo por no descubriros el cómo y el por qué del conjunto de datos que el protagonista, tras sus vivencias en la ciudad que mandara construir Dario I el Grande (521 a. C.) y que destruyera parcialmente Alejandro Magno (331 a. C.), elevó a la deidad, pues mi intención reflexiva, para propios y extraños, va más allá de descubrir la sorprendente conclusión de este o cualquier otro “cuento sociopolítico”: ahora, más que nunca, propongo que la dignidad presida todas nuestras actuaciones. Que, para siempre, nos olvidemos de fachendear –“Hacer ostentación vanidosa o jactanciosa”–, de papelonear –“Ostentar vanamente autoridad o valimiento”–. Los tiempos que se anuncian, os lo aseguro, no van a permitir, entre otros ribetes, mentiras piadosas.
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de
Ramón Burgos
Periodista