Daniel Morales Escobar: «Velázquez, zumbón, y la desmitificación del mito»

Cuando vi el otro día la pintura con la que Jesús Fernández Osorio ilustraba su artículo “El 9 de Mayo, una fiesta para Europa”, del gran artista flamenco Peter Paul Rubens, pensé comentar en Facebook que esa obra fue reproducida por Velázquez en el tapiz que sitúa en la habitación del fondo de su célebre lienzo ‘Las hilanderas‘.

 

Pero si no llegué a hacerlo fue porque caí en la cuenta de que nuestro pintor sevillano podía ser objeto de un artículo completo y, en concreto, en relación a un tema en el que tengo un convencimiento particular: Diego Rodríguez de Silva, como fueron su nombre y primer apellido, creó escenas mitológicas en las que claramente se burlaba de los “inmortales” y “poderosos” dioses, a diferencia de colegas suyos, como el propio Rubens o Tiziano, que los mostraban rebosantes de imponente divinidad.

Velázquez, como se ha visto, era andaluz, aunque todas las obras que aquí voy a comentar fueron realizadas ya tras su marcha a Madrid, animado por las pinturas de las colecciones reales que ahora logra ver, por el anterior artista flamenco, al que conoce en la ciudad de la corte, y por sus viajes a Italia, donde pudo admirar las mejores escenas mitológicas de los genios del Renacimiento y del Barroco.

Los borrachos (o El triunfo de Baco). 1628-1629. Museo del Prado. Madrid

La primera es ‘El triunfo de Baco‘, que podemos visitar en el Museo del Prado. Pero su nombre más conocido, ‘Los borrachos‘, es todo un indicativo de la desacralización a la que nuestro pintor somete al popularísimo dios del vino desde la Antigüedad, al que los helenos llamaban Dioniso. Aquí, el joven Baco, semidesnudo, adiposo y coronado de pámpanos, podría todavía acercarse a los cánones de la belleza clásica, aunque no tanto como el sátiro que por detrás, también ligero de ropas para mostrar su fornido cuerpo, alza una cristalina copa de vino. Pero todos los demás acompañantes del etílico dios parecen más bien unos decrépitos “borrachuzos” de taberna de la época que, ya desvergonzados por el preciado líquido, asisten divertidos a la ridícula coronación de uno de ellos. Nada más lejos de, por ejemplo, el Triunfo de Baco y Ariadna que decora el techo del Camerino Farnese en Roma o, incluso, de ‘La bacanal de los andrios‘, de Tiziano, también visible en el Museo del Prado. Lo que Velázquez ha creado ha sido una caricatura jocosa del dios del vino y de sus ebrios acompañantes o una bufonada arrabalera de su triunfo.

La fragua de Vulcano. 1630. Museo del Prado. Madrid

La siguiente obra es ‘La fragua de Vulcano‘, el romano dios del fuego, equivalente al griego Hefesto. El también protector de las fraguas y los herreros es viejo, feo y cojo, según su mito, pero casado con la más bella de las diosas del Olimpo, Venus (o Afrodita). Velázquez lo muestra en el taller, con sus operarios, forjando una armadura. Pero todos sufren un impacto cuando aparece Apolo, encantador de pies a cabeza, para avisar al rudo Vulcano de que su esposa le está siendo infiel. Paran su trabajo y lo miran, curiosos, para pillar bien quién ha sido el donjuán que se ha atrevido al escarceo con la sublime Venus. Y no podía ser otro, como en una comedia picante, que el belicoso dios Marte (Ares), ¡para el que fabrican la armadura!

Ya ven, nada más opuesto al uso ejemplarizante de la mitología y, por lo mismo, más cercano a lo mundano, que esta historieta de cotilleo amoroso, tan habitual por otro lado en la obra de nuestros escritores del Siglo de Oro, como Lope, Tirso y Calderón.

Pero al amante Velázquez le hace pagar su felonía en otra pintura, Marte, donde lo representa, no como al joven y valeroso guerrero de los dioses, sino como a un flácido y vulgar hombre mayor, de enorme bigote, que acaba de incorporarse del lecho del engaño y medita, triste, sobre lo que acaba de pasar. Para acentuar lo burlesco, su desnudez no le impide, sin embargo, tener puesto en su sitio el dorado casco, mientras el bastón de mando le sirve más que nada de bastón de apoyo y el resto de sus armas están tiradas por el suelo porque su hazaña no ha sido bélica sino amatoria. Marte es, casi, uno de los acompañantes de Baco en ‘Los borrachos‘, solo que al día siguiente de la juerga.

Marte. Hacia 1638. Museo del Prado. Madrid

Y con la esposa adúltera se muestra inmisericorde en ‘La Venus del espejo‘, la única de estas pinturas que no se encuentra en el Prado, sino en la Galería Nacional de Londres. A la diosa la muestra desnuda, de espaldas -siempre menos impúdica que una posición frontal como la elegida por Tiziano para su Venus de Urbino- y con una erótica pero elegante postura digna de la más etérea belleza. Presumida, con el pelo recogido y mostrándonos su perturbador cuello, se mira en un espejo que sostiene lánguidamente su hijo Cupido (y de Marte), dios del amor (el heleno Eros), cuyas manos parecen ligadas al suave lazo rosa sobre el marco. En cambio, las cortinas al fondo son rojas, el color del placer y la pasión. Todo, por tanto, acorde con la suprema deidad que protagoniza el desnudo. Pero Velázquez, zumbón, convierte al espejo en su aliado para el esperpento. El rostro que se refleja borrosamente en él es inflado y feo como el de la más basta de las mujeres y no como el de la más hermosa divinidad del universo. ¡Malvado Velázquez!

La Venus del espejo. 1647-1651. National Gallery. Londres.

Finalmente, en la pintura que ha servido de excusa para este artículo, ‘Las hilanderas‘ (o Fábula de Aracne), de sus últimos años, el genial pintor recrea el castigo que Minerva (Atenea) aplica a la mortal Aracne por haber realizado un tapiz que muestra a su padre, Júpiter, raptando a la joven Europa para gozar de ella. De esta manera, la armonía ha quedado restablecida por la poderosa hija, como parece indicar el violonchelo que extrañamente aparece en el taller. Pero el punto de vista de Velázquez es subversivo: en el primer plano nos muestra a las trabajadoras enfrascadas en su labor mientras que a la justiciera deidad la desplaza difusa a la segunda estancia, tras los escalones, donde solo su casco de protectora de la guerra y su brazo alzado amenazante nos indican quién es la que convierte a la osada tejedora en una araña por su humano desliz.

Las hilanderas (o Fábula de Aracne). 1655-1660. Museo del Prado. Madrid

No quiero terminar este recorrido incompleto por el Velázquez más irónico sin hacer aquí referencia a todos mis alumnos de Historia del Arte en el presente curso, que desde sus casas tanto y tan bien están trabajando empeñados en descubrir los innumerables secretos que encierran la pintura, la escultura y la arquitectura.

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Daniel Morales Escobar,

Profesor de Historia en el IES Padre Manjón

y autor del libro  ‘Un maestro en la República’ (Ed. Almizate)

 

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