“Era la sabiduría absoluta e incomunicable de lo eterno,
que se burla de la futilidad de lo viviente y de los esfuerzos
que entraña el vivir”
JACK LONDON: “Colmillo Blanco”
No todo es malo, como suele pensarse, con la llegada de la vejez. El distanciamiento con el mundo aporta, no me cabe la menor duda, serenidad; un espíritu más dado a la reflexión y, consecuentemente, una cierta inclinación a la nostalgia. Nostalgia, como digo, que mal encauzada puede llegar a hacernos pensar que cualquier tiempo pasado fue mejor pero que, tomada como experiencia de vivir y acumulación de conocimientos, nos puede servir como excelente observatorio de lo evidente, que las nuevas generaciones son incapaces de distinguir. Sea como fuere y, quizá impelido por ese sentimiento, me complace frecuentemente regresar a las lecturas de mis años de adolescencia y primera juventud. Además de revitalizar el ánimo, me permite disfrutarlas con esa otra perspectiva del paso del tiempo a la que me refería más arriba Tal es el caso de “Colmillo Blanco”, de cuyo autor doy cuenta en la cita del comienzo de este artículo.
Viene esta reflexión inicial a cuento de la perplejidad, el desprecio y el horror que me producen los comportamientos sociales que estoy contemplando en estos días. Corredores, atletas, ciclistas, piragüistas y deportistas de toda laya y jaez se han lanzado a las calles con un desenfreno hasta hoy desconocido por mí. Incumpliendo las normas más elementales dictadas para evitar el contagio, no le van a la zaga buena parte de los ciudadanos, que ni usan mascarillas ni guardan la distancia social. Más aún, he presenciado reuniones en las que se han repartido besos y abrazos por doquier sin otro objetivo que el propio placer de hacerlo ¡INCONCEBIBLE! Me gustaría achacar estos comportamientos al incivismo de determinados grupos de conciudadanos pero me temo que es algo mucho peor: el infantilismo con el que el hombre moderno se enfrenta al mundo y a la vida, incapaz de hacerle ver más allá de sus propias narices. Porque la gran mentira que se ha forjado en torno al hombre contemporáneo no tiene parigual a lo largo de la historia. Vivimos como niños malcriados la cultura “guay” a la que me he referido otras veces en esta misma sección.
Así, el “guayista” sirve lo mismo para un roto que para un descosido: tan “guay” es salir a los balcones y ventanas a aplaudir a sanitarios, hasta romperse las manos, como lanzarse ahora en tropel a la calle sin ningún miramiento ni consideración, no ya hacia sus semejantes, sino hacia todo ese personal que en primera línea del frente se han dejado la piel por nuestra salud.
Sí, esta es toda la solidaridad de la que dispone el hombre contemporáneo de las sociedades occidentales, esta es toda la ética -la “ética indolora” a la que se refiere Lipovetsky- con la que se conduce la sociedad actual, por mucho que políticos y medios de comunicación en aras de lo políticamente correcto, se empeñen en hacernos creer que es una escasa minoría. No es cierto. Pero son estas actitudes, del eufemismo y la autocomplacencia, de la sociedad de la opulencia la que nos conducen al borde del precipicio sin ser capaces de parar antes del desastre final: el “homo sapiens” se encuentra ya muy próximo a perder las cualidades que lo caracterizan: la animalidad y el raciocinio. Y ni de una ni de otra condición este “animal racional” es capaz de extraer ya el principio de la conservación de las especies: el instinto de conservación. Ni siquiera “Colmillo Blanco” llegó a perderlo a lo largo de su vida, pese a su socialización con el hombre.
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