Si aceptamos –siguiendo a Laurence Cornu (“La confianza en las relaciones pedagógicas”)– que “La confianza es una hipótesis sobre la conducta futura del otro (…) Es una especie de apuesta que consiste en no inquietarse del no control del otro y del tiempo”, puedo entender que no es ningún disparate pensar que su “pérdida” está también relacionada con la falta de fe, esperanza, determinación, etc., de quien la había depositado en cualquier persona o institución.
Dicho esto –por lo aprendido en carne propia – me atrevo a afirmar que la desconfianza tiene mucho que ver con la inseguridad y la indecisión, aunque las formas de plantearla públicamente intenten asemejarse a la certidumbre o al vigor.
El contenido de esta última reflexión, por ejemplo, vino a confirmarse en una de mis múltiples charlas con algunos actores teatrales –intérpretes– al desgranar el cómo había que pisar las tablas de un escenario: según entendí, eran imprescindibles la certidumbre, la tranquilidad y el ánimo (siempre que se hubiesen realizado, con aprovechamiento, los deberes inherentes al “espectáculo” que se presentaría al público asistente). Así, la veracidad y el crédito superarían cualquier sospecha de fraude.
Ya sé que a estas alturas podéis estar pensando en los últimos acontecimientos políticos, relacionados con ceses, destituciones o renuncias, pero, si dais –damos– un paso más allá, fijándonos en la teoría de la “censura en privado”, puede que el reconcomio nos lleve a aplicar lo expuesto a nuestro empecinamiento en estar instalados en la verdad absoluta.
En fin, y repitiendo lo que ya os dije tiempo atrás –aún a riesgo de caer en la pesadez–, la mentira y sus sinónimos parciales (embuste, falacia, bola, trola, patraña, etc.) lo único que consiguen es ampliar hasta límites insospechados los conflictos ciudadanos… Aún más si intentamos aprovecharnos de la supuesta credulidad de los que, por una razón u otra, constantemente nos han apoyado. ¡Y todo ello, por favor, sin victimismo!
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de
Ramón Burgos
Periodista