Es donde estoy cuando escribo estas palabras, en un día cualquiera de la fase 1, que nos ha permitido a los “granaínos” movernos por nuestra provincia. Aquí está mi casa, mi “segunda residencia”, como tanto hemos oído en estas semanas. Soy de los afortunados que la tiene, aunque a costa de mucho trabajo y una larga hipoteca. Exactamente en Motril, junto a su vieja fábrica del Pilar. Pero mi vida, durante más de quince años, estuvo entre Motril y Salobreña.
En Motril vivimos siempre. En Salobreña trabajé durante todo ese tiempo, yendo y viniendo, a veces varias veces al día, de la una a la otra. En Motril estudiaron mis hijos, primero en el Colegio Reina Fabiola, del que ya dijimos en una ocasión que era el mejor colegio…, y luego en el Martín Recuerda, todo un oasis en pleno desierto, como sabe quien lo conoce. En Salobreña enseñé yo, en su instituto, al principio el único que había, el “Mediterráneo”, aunque pronto estuvo acompañado por otro.
Además, nuestro ocio andaba repartido: durante unos años Motril nos ofreció su cine y el de la sala de “La General”, donde era posible incluso ver versiones originales, sin doblar; también algunas funciones de teatro en el Calderón. Mientras, Salobreña nos permitía pasear una y otra vez por su preciosa playa, que mis hijos recorrían en sus pequeñas bicis y mi mujer y yo andando.
Y nuestros bares, cafeterías y chiringuitos preferidos estaban igualmente en ambas: en Motril, el Rex, el Vallejo, el Antequera o el Trevélez, que tanto le gustaba a mi suegro, y ¡cómo olvidarme!, para la leche rizada, de la heladería Perandrés. En su playa Los Moriscos, lugar elegante como pocos y donde una mañana, en enero de 2005, vimos nevar sobre el mar. En Salobreña, el Mesón la Villa, el Macario’s y el Pesetas, este último en su parte vieja, la de arriba, un “albaicín” con las más increíbles vistas que uno pueda soñar.
De Motril y Salobreña me ha quedado mucho:
Todos los que hoy día siguen siendo mis mejores amigos. Varios, compañeros en el instituto y en las fatigas de la dirección. Otros, desde un delicioso viaje por tierras irlandesas en el 2008. Y ahora nos vemos más en Granada, pero también por esta costa, donde hemos querido conservar nuestras casas, en los meses estivales.
Por supuesto, mi formación y experiencia, porque el “Mediterráneo” fue mi segunda universidad, donde aprendí, ¡probablemente!, a gestionar un centro, a trabajar en equipo, a hablar en público, a escribir bien, a conversar de educación en Radio Salobreña con mi colega del “Nazarí”, con el que siempre estaba de acuerdo y, por tanto, aunque lo intentábamos, no lográbamos debatir. Y muchas otras cosas.
Pero sobre todo el afecto de tantos alumnos como, día a día, en el momento más inesperado, me demuestran. Y es que, desde que me fui a Granada a trabajar hace ya nueve años, han sido muchísimas las ocasiones, en los ambientes más variados, en las que antiguos escolares salobreñeros me han saludado con el mayor agrado que se puede esperar. A bastantes ni los recordaba, pero ellos a mí sí. Algunos ni siquiera los he tenido en clase, pero “había sido su director”, el caso es que me conocían y querían hacérmelo saber, siempre con mucha cordialidad.
Me viene a la cabeza una enfermera de un centro de salud de Motril; mientras me atendía, hace dos o tres veranos, comentó que me conocía, porque había estudiado en el instituto, y que a ella no le había dado Historia, pero sí a su marido; entonces me enseñó una foto de él con su hijo y, pese a los años pasados, lo reconocí perfectamente. Ahora no me acuerdo de sus nombres, pero sí que en aquel momento, como en otros muchos, una persona amable y casi anónima me hizo querer más mi profesión.
Otro encuentro fue en Granada, andando por el camino de Purchil. Nos pasó un ciclista y, al hacerlo, me saludo con un sencillo “adiós, Daniel”. Sorprendido, le respondí que no sabía quién era, puesto que ni había podido verle la cara. Entonces se paró y bajó de la bici, se quitó las gafas y el casco y se acercó. Igual que otras veces, no supe su nombre, pero sí que le había dado clase, cuando tenía catorce años, durante uno de mis primeros cursos en el “Mediterráneo”. Ese día, que ya tenía treinta y tres, mi caminata la hice “volando” gracias a él.
Casi siempre me llaman “maestro” y me tutean, porque por la costa el “profesor” no se lleva y el “usted” se ha perdido, pero los alumnos de Salobreña y La Caleta, de Lobres, de Molvízar, de Ítrabo y los Guájares son así: abiertos, vocingleros a veces en el aula, propensos a las chanclas y al bañador desde mayo, pero unos auténticos señores cuando de lo que se trata es de respetar de verdad y no solo en apariencia y los más nobles y cariñosos discípulos que uno pueda tener jamás. Sin duda, ellos me dieron los mejores años profesionales, esos que siempre recordaré. Y por eso vuelvo cada verano y sigo paseando por sus playas y calles, porque el calor de un pueblo no está en sus bellos lugares, sino en la humanidad de sus gentes.
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Profesor de Historia en el IES Padre Manjón
y autor del libro ‘Un maestro en la República’ (Ed. Almizate)