A veces habría que plantearse que juzgamos a los demás a partir de lo que somos nosotros y de la forma en que interpretamos la realidad. Por esto, un servidor de ustedes procura ser moderado, comprensivo, y hasta -si apretamos mucho- transigente con los intransigentes, ya que uno entiende que estos últimos están comprometidos con una sola forma de ver el mundo.
Su pensamiento lo traen de serie, sobre todo, si está adaptado a todo aquello que pueda reportarles utilidad. Para esta gente el comportamiento por el que deben regirse las estructuras sociales, económicas o políticas es solo uno y granítico, y el mundo es su comunidad, su ciudad o su aldea, y a partir de aquí todo lo demás no existe. La tradición, la cultura y los valores, heredados a través de muchas generaciones, al transcurso de la historia, son humos de paja que se dejan a un lado y son sustituidos por la grosería, la vulgaridad y la mentira, lo que conlleva que cada vez más nos estamos apartando de ciertas raíces fundamentales que alimentan y distinguen la condición humana en el camino hacia la libertad.
Mentir sobre cualquier asunto de una manera deliberada y emplear como verdad un testimonio o hecho concreto, aun a sabiendas de que no es cierto, significa ir contra la conciencia
No obstante, para alcanzar la libertad es necesario perseguir la mentira y abrazarse a la verdad moral, que es aquella que no tiene una finalidad política ni utilitarista, ni personal; mientras que por el contrario, mentir sobre cualquier asunto de una manera deliberada y emplear como verdad un testimonio o hecho concreto, aun a sabiendas de que no es cierto, significa ir contra la conciencia y, por tanto, me parece una maniobra sucia y hartera; pero, bastante peor me parece, si del hecho se desprende un beneficio propio inmediato o remoto. Reprendemos y castigamos a los niños, cuando mienten por acciones o por errores inocentes en los que no dicen verdad para resguardarse de incumplimientos o de normas domésticas que no tienen importancia ni consecuencias; sin embargo, al transcurso de la vida, esos mismos niños, conforme se van haciendo adultos, comprueban que de la mentira no se salva nadie, ni siquiera sus propios padres, al observarlos a diario como mienten para protegerse de situaciones complejas o conflictos internos.
Pero a lo que íbamos, cuando la mentira se oficializa, como en otros tiempos, y se utiliza de una forma chusca e industrializada en forma de estadísticas, o induciendo al error (con distintas técnicas maliciosas) a los ciudadanos, incluso, poniendo cara científica a actuaciones políticas con el exclusivo objetivo de llegar o mantenerse en el poder, yo creo que esto ya es un vicio repudiable que debería ser sancionado. De hecho hay determinados países o civilizaciones en que mentir puede acabar con la carrera política de cualquier vecino, independientemente de otro tipo de acciones legales que se desprendan de las consecuencias de no decir la verdad de una manera consciente. Sin embargo aquí, en este país nuestro, la mentira está tan instalada y perfeccionada que solamente conocemos la verdad cuando alguien comete alguna impertinencia o tiene algún desliz.
Y aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, digo yo, que cuando un juez impone a un testigo el juramento o promesa a decir la verdad, se supone que le juez es el garante de la imparcialidad y de la objetividad en la búsqueda de la equidad y lo veraz. Por eso me extraña tanto que los medios de comunicación y la opinión pública en general arremetan contra el Juez Marlaska, diciendo que miente o que no dice la verdad sobre la explicación que ofrece en la destitución del Coronel de la Guardia Civil, Pérez de los Cobos, pues si esto fuera así, entonces apaga y vámonos.
(Nota: Este artículo de Pedro López Ávila fue publicado en la edición impresa de IDEAL correspondiente al jueves 11 de junio de 2020)
OTROS ARTÍCULOS
DE