El pasado lunes, 15 de junio, se cumplieron cuarenta y tres años de las primeras elecciones libres y democráticas celebradas en España. La anterior vez que los españoles pudieron participar en unos comicios se produjo en el mes febrero de 1936 –en mayo en la provincia de Granada, por repetición de las primeras por fraude–, durante la II República.
Habrían transcurrido, por tanto, cuarenta y un años desde aquellas elecciones ganadas por el Frente Popular. Podríamos decir que este año la fecha delimitaba, a casi idéntica distancia, el tiempo transcurrido hasta su logro y los años pasados desde su conquista; más de cuatro décadas en ambas ocasiones. Una notoriedad que, a mi entender, ha pasado bastante desapercibida para los medios de comunicación y para la ciudadanía en general. Por ello, en esta ocasión, nos vamos a detener en rememorar, en traer a la mente en su sentido etimológico, lo que pudo suponer ese particular momento histórico protagonizado en 1977.
Para empezar, señalaremos que se viene considerando a la Transición, de modo más o menos generalizado, como el periodo de tiempo transcurrido entre la muerte de Franco, en 1975, y la victoria electoral del PSOE, en 1982. Siete años intensos y confusos en los que las reformas políticas avanzaron lentamente y los riesgos de involución (con sus característicos ruidos de sables) se situaban amenazantes, cual espada de Damocles. Un periodo este, del paso de un régimen dictatorial a otro democrático, para el que esa cita con las urnas del pueblo español supuso un claro fortalecimiento del camino emprendido. Elecciones estas que fueron ganadas por la Unión de Centro Democrático (UCD), el partido de Adolfo Suárez.
Una etapa compleja que necesariamente tuvo que venir precedida del pluralismo político –con la legalización del Partido Comunista de España (PCE); la fuerza que habría hegemonizado la resistencia y la lucha contra el franquismo–. Legalización de los partidos políticos que era, sin duda, una condición imprescindible para hacer creíble el naciente proceso democrático, en unos años de esperanza, de ilusión colectiva pero, también, dentro del contexto de una grave crisis económica.
Por otra parte, no podemos obviar que, todo este proceso político que, en su momento fue considerado modélico y exportable, estuvo pilotado y dirigido por las élites procedentes del franquismo. Seguramente, tal como apuntan numerosos autores, se vieron empujadas por la presión de las fuerzas populares y por la oposición democrática, pero que, fruto de los tremendos desequilibrios existentes entre las fuerzas políticas de derechas y de izquierdas, no hubo ruptura alguna con las instituciones de la dictadura, sino, más bien, una reforma y adaptación de sus leyes. A pesar de ello, se impuso el deseo de reconstrucción democrática y de modernización. Reconciliación nacional que, a su vez, exigió echar mano de la desmemoria y del olvido que, supuestamente, habrían de garantizar, a cambio, la convivencia. Acuerdo, consenso y espíritu de concordia que se trasladó a la Constitución de 1978 y que, en estos tiempos de polarización política actual –de crispación y enfrentamiento calculado–, tanto se echa de menos.
Continuando con el relato de esos inicios de la Transición hacia la democracia, que dejaban atrás el largo túnel de la dictadura, señalaremos que una de las reivindicaciones más aclamadas en la mayoría de las manifestaciones populares fue la de: “Libertad, Amnistía y Estatuto de Autonomía”. Vamos a ver la desigual fortuna que cada una de ellas ha tenido en su recorrido hasta nuestros días.
La conquista de libertad tuvo su máximo exponente en esa cita con las urnas del 15-J y, desde entonces, se irá ampliando en el reconocimiento de nuevos derechos sociales. Igualmente, el deseo de autonomía, de descentralización administrativa, pronto empezará a llenar las calles y plazas de nuestros pueblos y ciudades. Petición de autogobierno que, en nuestra tierra, en Andalucía, comenzará bañada en sangre –en Málaga, el 4 de diciembre moría por un disparo el joven Manuel José García Caparrós–. Sin embargo, con la petición de amnistía se urdirán unas tramas más obtusas que acabarán por distorsionar la anhelada reivindicación popular. Como bien hemos podido comprobar años más tarde. Veamos.
Muy poco tiempo después del refrendo ciudadano, a los cambios y reformas políticas iniciadas en la primavera de 1977, se vendrá a aprobar y añadir la Ley de Amnistía. Una ley preconstitucional que, entrará en vigor en octubre de ese mismo año y que, ya en su artículo 1, declarará amnistiados “todos los actos de intencionalidad política, cualquiera que fuese su resultado, tipificados como delitos y faltas realizados con anterioridad al día 15 de diciembre de 1976”.
Así, una ley que, inicialmente vendría destinada a salvaguardar los derechos de los expresos políticos –y de los presos del franquismo que aún lo continuaban siendo–, terminó incluyendo la prescripción de los crímenes cometidos contra ellos. Convirtiéndose, de hecho, en una “ley de punto final” y la salvaguarda perfecta para los verdugos, que se sumaba, además, a la impunidad continuada durante todos los años de la dictadura. Lo pudo comprobar el juez Baltasar Garzón cuando, en el año 2008, se atrevió a investigar los crímenes y las desapariciones forzadas sufridas por las víctimas del franquismo, argumentando que, como delitos de lesa humanidad (contrarios a los Derechos Humanos), eran imprescriptibles. Se le abrió expediente por el Tribunal Supremo por el supuesto delito de prevaricación. Un proceso penal que, finalmente, terminará inhabilitándole y expulsándole de la judicatura. Todo un claro aviso para navegantes.
Impunidad de los torturadores de la dictadura que, como el caso de Antonio González Pacheco, Billy el Niño, todos hemos podido comprobar hasta muy recientemente. Con los agasajos, recompensas y mantenimiento de sus condecoraciones (y, por supuesto, sus prebendas económicas) que, el conocido policía franquista de la Brigada Político-Social (BPS) y su violencia policial extrema, ha mantenido intactas, hasta el mismo momento en que el coronavirus se lo ha llevado por delante.
Otro aspecto a considerar, y también de plena actualidad, lo podemos ver en el papel jugado, dentro de todo este proceso, por la monarquía parlamentaria y más concretamente por el hoy rey emérito, Juan Carlos de Borbón y su blindaje e inviolabilidad absoluta y permanente, pese a su abdicación –de la que hoy se cumplen seis años–. Un Juan Carlos I que –nombrado sucesor en la jefatura del Estado, a título de rey, por el dictador– ha pasado, en muy poco tiempo, de asumir un papel relevante a quedar en entredicho, acusado de mordidas, comisiones millonarias y evasión de impuestos. Una forma de gobierno, por otra parte, apuntalada por la Ley de Reforma Política, también del año 1977, que nos hurtó de un legítimo e hipotético referéndum entre Monarquía y República (que habría sido el antecedente inmediato del régimen democrático español).
Estos son solo algunos de los puntos oscuros que nos deja la Transición española. Se nos olvidó, a mi entender, que, en una sociedad democrática, se hace precisa una reflexión crítica y una discusión serena sobre nuestro pasado común. Análisis que, siempre, nos ayudará a entender mejor el presente y comprender más el futuro. Aquí, salvaguardando el olvido, se nos privó de la memoria. En suma, más de cuatro décadas después, podemos comprobar que la modélica Transición no lo fue tanto.
Leer otros artículos de
Maestro del CEIP Reina Fabiola (Motril).
Autor de los libros ‘Cogollos y la Obra Pía del marqués de Villena.
Desde la Conquista castellana hasta el final del Antiguo Régimen‘
y ‘Entre la Sierra y el Llano. Cogollos a lo largo del siglo XX‘