“Soy un punto ciego que se arroja con ambos ojos abiertos
hacia las fauces del futuro…”
J.M. Coetzee: “En medio de ninguna parte”
Cuando me había hecho la firme promesa -y se lo juro por mis muertos más frescos, que diría Pérez Reverte– de no volver a escribir ni una línea más sobre la famosa pandemia, aquí me encuentran nuevamente enredado en este lamentable y laberíntico episodio que tanto cambiará nuestras vidas – no me cabe la menor duda- y el propio rumbo de la Historia.
Que será mucho más doloroso de lo que pudiéramos imaginar, tampoco me ofrece el menor atisbo de incertidumbre. Será la inevitable consecuencia de una sociedad idiotizada hasta el infinito. Ya conocen la frase atribuida a Einstein: “Dos cosas son infinitas: la estupidez humana y el universo, y no estoy seguro de lo segundo”. Porque cuando se consigue que una sociedad alcance un grado de frivolidad tan rayano en la imbecilidad, el desastre está servido.
Nos comportamos como niños malcriados y caprichosos. No entendemos otra forma de vida que la virtual, olvidando que la realidad acaba imponiéndose sobre ese mundo del colorín y de la fantasía. Y a esta ficción, alimentada obscenamente por los medios de comunicación y el mundo de la publicidad, ya no le queda demasiado recorrido. Campañas institucionales y privadas quieren llevarnos al convencimiento de que aquí no ha pasado nada, en un alarde de cinismo e hipocresía sin parangón -inconcebible después de decenas de miles de muertos y meses de confinamiento- y que dejan al descubierto la auténtica faz de estos embaucadores profesionales: la pérdida y el dolor ajenos les importa un bledo ¡Qué falta de respeto! El hoy es lo que importa, mañana sálvese quien pueda. Y mientras, la televisión y demás medios ofreciendo mensajes -directos o subliminales- dirigidos al estímulo del consumismo, que sólo la imbecilidad de los receptores es capaz de asumir: viejecitos-adolescentes artrósicos capaces de agotar físicamente a su perro tras ingerir su brebaje; papás ya maduritos que hablan con los adultos lo mismo que hablan sus tiernos infantes -resulta patética la prolongación de las vocales finales de palabra en un tono cantarín-; jóvenes infantilizados cuya máxima diversión son las apuestas deportivas mientras beben cerveza y se atiborran de comida basura…y, en fin, todo un amplio muestrario de simplezas bien visibles para todo el que las quiera ver.
Y ante tanta imbecilidad y con estos mimbres ya me dirán qué cestos se pueden hacer. Habiendo convertido la solidaridad y la responsabilidad personal en meros términos vacíos, de un pasado ya periclitado, cuando no se satisfacen nuestras expectativas -caprichos, insisto, en buena parte de los casos- recurrimos al agravio. No creo que exista un país con mayor número de agraviados que éste. Agraviados por todo tipo de situaciones y circunstancias: por la falta de atención a los jugadores de petanca; porque a las fiestas patronales del pueblo vecino la administración de turno les presta mayor atención; por no recibir subvenciones para la Escuela de ganchillo de la Asociación de Vecinos; por no dejarnos salir a los bares en plena epidemia… ¡Qué locura!
Sólo una sociedad enferma de narcisismo y envilecida por él es incapaz de enfrentarse a su destino más inmediato y bien que lo saben los poderes económicos. Tronará y entonces nos acordaremos de Santa Bárbara. Mientras tanto, el reducido número de ciudadanos que hemos cumplido y seguimos cumpliendo con nuestras obligaciones desconocemos el número de sanciones que se han puesto y cobrado durante el confinamiento y si acaso se van a cobrar. Desconocemos en qué términos económicos se plantearán los tratamientos y vacunas del futuro -demasiado lejanos aún- pero que mucho me temo que podrán costear los de siempre. Pero los bares estarán abiertos ¡Imbéciles!