Allá por 1944, a ritmo de tango, el cantor Alberto Amor, acompañado por la orquesta de Rodolfo Biagi, entonaba los versos que creara José María Suñé: “Era un sueño que cantaba en los dos / Era un beso de ternura en la voz, / Era el ángel que el destino / Nos presenta en la ilusión. / Pero vino un viento malo / Soplando… soplando… / Nuestro sueño y nuestro amor / Sin piedad los destruyó…”.
Estrofas de “desamor” que, al escucharlas han llamado mi atención, pues he recreado varios de vuestros comentarios sobre la “nueva normalidad” y los “rebrotes” ya presentes y los que nos amenazan en fecha inmediata.
Con acento propio de nuestra tierra, algunos considerasteis la gestión de la pandemia –a sus gestores– como “propia de aventados” (Aventado = atolondrado. Adj. Que procede sin reflexión. RAE), incluso yendo más allá al afirmar que “la ineptitud y el oscurantismo” eran los verdaderos culpables de la situación en la que nos encontramos.
En mi opinión, y teniendo muy en cuenta que no todos los “embarcados son de la misma calaña”, hay unos apuntes que deberíamos valorar a la hora de emitir cualquier juicio: nuestra falta de solidaridad, nuestro egocentrismo…, incluso la certeza –innata en determinados personajes– de “a mí no me va a tocar”.
Lo digo por aquello de que cumplir con las normas a rajatabla –las inherentes al bien común– no es una condena impuesta sin sentido, todo lo contrario, pertenece al alma de las personas de bien, aquellas que siempre tienen muy en cuenta la responsabilidad social, tanto personal como colectiva.
Así, desde ahora –idus de julio–, os propongo, me propongo, tener el mayor cuidado al adjetivar un sustantivo –a nuestros semejantes y a sus hechos– para no deteriorar el significado primigenio, en evitación de sambenitos como símbolos de infamia.
Leer más artículos
de
Ramón Burgos
Periodista