Blas López Ávila: «Marsé»

“Ellos pensarán lo que quieran de mí, pero
yo seguiré teniendo razón”
JUAN MARSÉ: “Encerrados con un solo juguete”

Hoy no puedo comenzar sino con el grito de Maruja Torres: ¡Maldita sea! Hoy hemos conocido el fallecimiento de Juan Marsé. Hoy se nos ha ido el verano. Porque Juan Marsé “era esos veranos, y la vida era esos veranos de Marsé, hasta cuando era invierno” como bien apunta hoy en su columna Juan Cruz. Al menos así fue para todos aquellos jóvenes de los años sesenta que con un puñado de sueños y escasos recursos económicos veíamos pasar la vida sin otros horizontes que un par de viajes domingueros en autobús a la playa y nevera con bocadillos de fiambre, tortilla de patatas y gaseosa. Y el secreto sueño de encontrar, devuelta por una ola, a la Teresa bronceada y limpia de la que nos hablaba Marsé.

Sin embargo, he de confesar que mi primer contacto literario con Marsé, lejos de lo que podría pensarse, fue “Encerrados con un solo juguete”. Fue de forma fortuita, como fortuito fue el encuentro con una compañera de Filología inglesa. Los dos habíamos llegado tarde a clase y decidimos tomarnos un café en el bar de la facultad. Ella, entre sus papeles, llevaba en el regazo la mencionada obra y yo me quedé mirándola. Toma -me dijo sin mediar palabra- te conozco lo suficiente para saber que te va a gustar. Te la presto. No tardes en devolvérmela que aún no la he terminado. Y Marsé entró en mi vida -y en mis veranos- para quedarse conmigo para siempre.
Que el autor de “Últimas tardes con Teresa” pasó a convertirse en uno de mis grandes referentes literarios es lo de menos a estas alturas de mi vida y de estos tiempos que vivimos. Porque Marsé es mucho más que eso: hombre cabal; de una honradez intachable; humilde -es la antítesis del narcisismo y la egolatría-; lúcido hasta la causticidad y enemigo de homenajes y condecoraciones. fueron actitudes todas ellas que molestarían a casi todos, de una y otra tendencia. Fue siempre un aristócrata en el sentido más humano del término: heredero de una tradición prosística cuya excelencia arranca con Cervantes a comienzos del siglo XVII y se extiende a lo largo de los siglos a través de autores como Larra, Galdós, Baroja, Landero o el malogrado Chirbes, por citar solo a algunos. Y también cervantina fue su actitud ante la vida, alejado de los oropeles de la fama o de la vanagloria, para irritación de no pocos de sus contemporáneos, más próximos a lo que don Quijote piensa: “…porque no hay poeta que no sea arrogante y piense de sí que es el mayor poeta del mundo” . No, Marsé era de los pocos artistas que no estaba encantado de conocerse. De ahí, justo su grandeza.

Conocedor del alma humana como pocos escritores -ese privilegio está reservado a muy pocos- sus personajes ofrecen una suerte de atracción magnética que hacen que el lector acabe siempre -aún con los más miserables- por mostrar su complicidad con ellos y una suerte de inexplicable simpatía hacia tales. Discrepo de todos aquellos que quieren ver en sus personajes marginales o “canallas” el otro yo del autor. Estamos ante la aguda mirada de un observador implacable, alejado de la impostura y del eufemismo, que le lleva a la denuncia social, a la denuncia de los comportamientos egoístas de las élites catalanas de posguerra. De ahí que alguno de sus personajes –Manuel Reyes– se halle dentro de la categoría del arquetipo.

Con su marcha se va toda una época: la de la Barcelona artística, culta, no sólo española sino universal; cambiada ahora por el nacionalismo paleto y estrábico de los nuevos próceres catalanes.

Redacción

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