Noche toledana. Parece que el tradicional fresquito nocturno granadino, gracias a Sierra Nevada, hoy ha estado por otras latitudes. Ha sido difícil dormir y como me he despertado temprano se me ha ocurrido visitar a la “patata gestionadora de emociones”, a la que conocí casualmente en los primeros días de mayo y por la que luego me ha preguntado tanta gente.
Al principio me encaminaba directo hacia la Carrera del Darro, pero pensando en lo inapropiado de la hora para presentarse, he decidido hacer tiempo subiendo a la Alhambra por la Cuesta de Gomérez, casi vacía. ¡Qué diferencia con los años de mi niñez! Aún recuerdo a mi madre, con su carnet de conducir recién sacado, y que lo que más miedo le daba era subir con el coche por esta empinada calle y encontrarse con algún autobús en sentido contrario que la obligara a pararse y luego a reiniciar la marcha, en rampa, usando el freno de mano, que tan mal funcionaba en aquellos Seat 1400 de nuestra infancia. Hoy eso no podría suceder, afortunadamente, ya que no solo los frenos de mano son mejores sino que, sobre todo, la calle está peatonalizada, excepto para las bicis, que se dejan caer a gran velocidad por la pendiente.
La Puerta de las Granadas, imperial y sobria, sirve de pantalla climática, porque al atravesarla la temperatura se reduce agradablemente, y el Bosque de la Alhambra está espléndido, como siempre, aunque las obras de restauración tienen el Arco de las Orejas entre andamios y echo en falta el agua cayendo por los canalillos de ambos lados de la calzada. Qué curioso este arco, también llamado Puerta de Bib-Rambla, porque su ubicación original era en la plaza de este mismo nombre, hasta que ya en el siglo XX Leopoldo Torres Balbás, el mejor arquitecto conservador de la Alhambra, decidió reconstruirla en su actual y extraño emplazamiento para salvarla de su desaparición.
Como también el tramo de paseo hasta la Fuente del Tomate está cerrado por tareas de mantenimiento, decido desviarme hacia la Puerta de la Justicia. Todo está despejado: solo muy pequeños grupos, más bien parejas, visitan el monumento. Llego al célebre quiosco ante la Alcazaba y me viene otro recuerdo infantil: su agua fría del pozo, por lo que pido un vaso que me alivie la sed, acentuada por la mascarilla, y ¡nueva decepción!: caliente como un caldo. Definitivamente los encantos veraniegos de Granada parecen ser solo una jugada de la nostalgia. Menos mal que, al menos, la subida más dura ya ha pasado.
Mi dirección ahora es hacia el Generalife, para tomar la Cuesta del Rey Chico (o de los Chinos). Ya va siendo hora de visita y la “patata…” me espera. Quizás por eso no me siento en La Mimbre, pese a que está apetecible: hay mesas vacías y aquí sí se nota el frescor ¡cuántos se lo están perdiendo por el maldito virus! Empiezo
el descenso cuando es momento de riego: ahora incluso me salpica el agua de los aspersores y todo está encharcado y limpio. Frente a la Torre de las Infantas hay una pequeña cascada. Me acerco lo más posible, casi hasta mojarme y ¡qué gusto!: varios grados menos de repente, que me alivian unos minutos y me llevan a ver, toda sensual, como una diosa, a Anita Ekberg, igual que en La dolce vita. Luego continúo mi camino, pero sigo haciendo paradas para sacar fotos y ante mi torre preferida, la de Los Picos, me detengo más rato, porque el agua que baja por el riachuelo y el que arrojan los aspersores son dignas de ser inmortalizadas, como auténticos juegos acuáticos. Hoy es lo que más me gusta de la Alhambra. Abundante y poderosa, creando un vergel en el que no hay verano.
El último tramo es el peor, aunque tiene el consuelo de la vista mañanera del Albaicín. Su pendiente ataca mi rodilla izquierda, a la espera de una intervención desde hace años, por lo que bajo muy despacio. Y cuando llego al Paseo de los Tristes, donde aguarda mi amiga, son más de las diez de la mañana y la canícula vuelve a notarse. Las terrazas no han abierto todavía y, como en la Alhambra, hay poca gente. Por fin veo a la “patata…”, que sigue igual, por lo que no me molesto en fotografiarla de nuevo, que luego el móvil se queda sin memoria. Se me queja del calor y de la suciedad que la rodea, porque aquí se ve que no llega el agua refrescante y limpiadora de la Alhambra. Y como no puedo más que darle la razón la dejo allí y busco, entrando en la Carrera, la sombra de San Pedro. En su placeta empedrada los gatos echan una temprana siesta: se ve que tampoco ellos han dormido bien. Yo acelero el paso, porque no quiero que me sorprenda el sol en la estrechura de esta ruta junto al Darro. A la altura de Santa Ana, la antigua casa de mi madre sigue en venta. Se ve deshabitada: incluso Le Chien Andalou, en sus bajos, está cerrado. ¡Quién pudiera comprarla! pero, antes o después, si el coronavirus lo permite, terminará como todo en el “centro histórico”: convertida en hotel o en apartamentos turísticos, el “maná” para muchos en la última década.
Ya solo me quedan las calles que bajan de la Gran Vía y decido tirar por Oficios, que siempre me ha gustado. La Capilla Real sí está abierta, esperando que alguien quiera entrar a visitarla. Yo lo haría, como tantas veces, porque es muy fresquita y con tanta imagen uno siempre encuentra conversación, pero me esperan las tareas propias de mi estado (civil): echarle gasolina al coche, comprar en el súper, hacer la cama y preparar la comida. No obstante, me queda una última parada: frente a la iglesia del Sagrario. Allí, en su fachada de piedra, sigue grabada una insólita inscripción: JOSE ANTONIO PRIMO DE RIVERA. Y se me ocurre preguntarme si en Italia y Alemania habrá recuerdos pétreos similares: “BENITO MUSSOLINI” o “ADOLF HITLER”, los respectivos fundadores del fascismo italiano y alemán. ¿Se lo imaginan?
¡Menos mal que en mi casa me espera el aire acondicionado, porque ahora voy ardiendo!
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Profesor de Historia en el IES Padre Manjón
y autor del libro ‘Un maestro en la República’ (Ed. Almizate)