Salió con ganas de revertir la situación. Sin duda alguna, estar las 24 horas del día expuesto al bombardeo de los medios de comunicación no ayudaba demasiado.
¡A la carrera! ¡Ayudemos a concienciar a los demás!
Álvaro comprendió que una cosa es la teorización y otra bien distinta es llevar a la práctica lo que uno tiene interiorizado.
Hablar de utopía o sociedad ideal que no ha lugar, basándonos en el respeto a unas directrices y organización racional del trabajo y la vida social, suena a música celestial pero es casi imposible.
Creer en una civilización perfecta o fantástica, un mundo feliz (recomiendo la lectura de la obra de A. Huxley), una tolerancia convertida en una rutina sin excepciones, no tiene sentido en la actualidad.
Lo utópico es inalcanzable como el ser humano es egoísta por naturaleza. De igual forma, la moralidad ha dejado de ser una premisa o concepto que debiera estar presente en el ser humano, asistiendo a la decadencia o “desobediencia por castigo” (la tendencia al incumplimiento o caso omiso a las buenas actitudes).
Con nuestra sociedad no cabe el “buenismo”, mostrando el desacuerdo por costumbre. Nos consideramos autosuficientes, siendo reacios al “ordeno y mando” o consejo de las altas esferas.
Nos gusta el fruto prohibido, mantenernos con vida (disfrutando con ello a tope, sin restricciones), romper los límites y desafiar a quien nos pone coto.
Algo en el ser humano es intrínseco, motivándonos para cerrar puertas a la norma. Así, si nos dicen que no fumemos, damos media vuelta y sacamos el pitillo (a la vista de todos y regalando el preciado humo).
Muchos/as caminan a pecho descubierto (como soldados que a nada temen), con la imprudencia por bandera y la rebeldía como leal compañera.
–La mascarilla para mi perro– dice un joven, con menos cerebro que mi hámster.
Mientras haya personas como Álvaro, este que escribe aún cree en el cambio.
¡Qué mis deseos no caigan en saco roto!