El día 3 de septiembre de 1936 empezó una de esas historias de las que nuestra Guerra Civil estuvo llena. La mayoría, como sabemos, acabaron trágicamente, pero ¿será el caso de la que voy a contarles?
Se inició en El Fargue, una barriada de Granada alejada del resto de la ciudad unos kilómetros y donde estaba situada la Fábrica de Pólvoras, que desde los primeros días de la sublevación dominaron los militares golpistas. Estaba claro que su control, en la tragedia bélica empezada en el mes de julio, era de vital importancia.
Pues allí, como les decía, esa tercera tarde del mes, un panadero se presentó en la casa cuartel de la Guardia Civil, donde se encuentra con el comandante del puesto, el cabo Lupiáñez, que es quien inicia el sumario al que da pie la declaración del visitante. Este cuenta que, la noche de la proclamación del estado de guerra, uno de sus operarios en el horno se presentó para trabajar portando un “revólver marca Smiht de gran calibre”, de la que presumió con regocijo diciendo “baya una herramienta que yo tengo aquí” —Tengo en este punto que hacer una aclaración sobre la barbaridad ortográfica: está entrecomillada porque así aparece exactamente en el atestado que levanta el cabo, al que hay que responsabilizar, por tanto, de la misma—.
Continuando con los hechos, según el panadero, el arma se la había dado a su operario el “Chaffeur” del autobús de El Fargue para usarla “contra la fuerza”. Y cuenta también que a la noche siguiente el mismo empleado, de ideas extremistas, al ver pasar una camioneta con individuos pertenecientes a Falange Española, había corrido amenazante hacia ellos gritándoles todo tipo de insultos, como “estos tíos canayas” o “me cago en la madre que los parió” —Me veo obligado a advertir de nuevo que lo incorrecto entre las comillas se debe, solo, a las pocas habilidades ortográficas del cabo Lupiáñez. Chófer, no obstante, es un galicismo y era pedirle demasiado que lo escribiera correctamente, ni en francés ni, tan siquiera, en español—.
Pero sigo con la historia: el resultado inmediato fue el interrogatorio del operario, que niega lo de la camioneta, pero admite la tenencia del revólver, aunque explica que no se lo ha proporcionado quien ha dicho su jefe, sino un comandante retirado de Infantería, amigo suyo, para su defensa personal. Añade, además, para demostrar que él “no está en contra de la acción salvadora del Ejército”, que un grupo numeroso de individuos, a los que nombra uno por uno, excepto algunos que no recuerda, se hallaban un día en la calle Real de El Fargue tramando un complot para asaltar la Fábrica de Pólvoras y el cuartel de la Guardia Civil, lo que llegó a saber porque se le acercó uno de ellos a explicarle el plan.
Con suma diligencia, esa misma noche son interrogados algunos de los integrantes del complot y, aunque lo desmienten plenamente, el garrulo cabo lo cree cierto, al ser sujetos “militantes del Frente Popular y de ideas izquierdistas algo avanzadas”. Por tanto, son todos detenidos (algunos ya lo estaban desde días antes y también había quien se encontraba huido) y unas horas más tarde, siendo ya las cinco y media de la madrugada, quedan a disposición del comandante militar de Granada, que era el coronel Antonio González Espinosa, amigo y persona de confianza del general Queipo de Llano, el “virrey de Andalucía” que había autorizado por teléfono el asesinato de Federico García Lorca con la expresión “dadle café, mucho café”.
Cinco días después declaran los detenidos ante el juez instructor de la causa, el teniente Salmerón, igualmente de la Guardia Civil, puesto que desde la proclamación del estado de guerra en la ciudad estaba en vigor el Código de Justicia Militar, y vuelven a negar los hechos de los que se les acusa. A su favor estuvo el informe que el lunes 14 firma el comisario jefe de la Comisaría de Investigación y Vigilancia de Granada, al que han pedido referencias de cada uno. En él se establece que “dichos individuos carecen de antecedentes desfavorables…”.
Pese a todo, el auto del juez Salmerón considera que los indicios son más que suficientes como para considerar que el portador del revólver es autor de un delito de tenencia ilícita de armas mientras los demás, que “trataban de asaltar el Cuartel de la Guardia Civil y Fabrica de Polvora”, lo son de un delito de auxilio a la rebelión. En consecuencia, en la misma Prisión Provincial se les notifica el procesamiento y, a continuación, se llevan a cabo sus declaraciones indagatorias.
Al día siguiente el instructor eleva la causa a la autoridad judicial. En el documento que firma recoge los nombres de todos los que estaban reunidos y tramando el complot. Son doce detenidos, cinco huidos y cuatro ya ejecutados. Pero también que los detenidos niegan los hechos, alegando que ni se han reunido ni casi se conocen, y que el operario del horno portador del revólver, que es el que proporciona la información “para probar su inocencia y demostrar que es adicto al movimiento militar…”, al ampliar su declaración “dice también que no ha denunciado a nadie porque no tiene pruebas para ello…”.
Felizmente, el 29 del mismo mes, un decreto del gobernador militar de Granada, el citado coronel González Espinosa, deja sobreseída provisionalmente la causa al no haber “ni siquiera indicios bastantes para dirigir el procedimiento”, salvo contra el del revólver, y ordena poner en libertad a los demás.
Estos son los hechos que forman el sumario 237 del Juzgado Togado Territorial número 23 de Almería, donde se encuentran numerosos procesos militares instruidos en Granada durante los años de la infame guerra y de la cruel postguerra.
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Profesor de Historia en el IES Padre Manjón
y autor del libro ‘Un maestro en la República’ (Ed. Almizate)