Me sobrecoge que, ahora, como en anteriores tiempos de oscuridad, algunos sigan manteniendo la validez de esta máxima proverbial del refranero: “La caridad bien entendida empieza por uno mismo”.
Ante todo, y por si os surge alguna duda sobre mis intenciones al escribir esta reflexión, debo dejar meridianamente claro que, sin compartir de ninguna manera lo dicho, sí he conocido a ciertos protagonistas de sus escalofriantes consecuencias… Me explicaré: años atrás, en algunos medios de comunicación audiovisuales –entonces, en España, “mandaba lo estatal”–, cuando un trabajador de plantilla se apartaba de la línea oficialista era “condenado a galeras” –es decir, enviado a los archivos, que solían estar ubicados en un sótano, hasta que “penase su culpa y volviese al redil”.
Pues parece que estas sentencias de entonces, que nunca contaban con abogado defensor, a pesar de los esfuerzos de determinados sindicatos de clase, comienzan a ser replicadas en empresas, asociaciones y sectas de todo tipo, como arma arrojadiza para “mantener el engranaje”, y no sólo aprovechando pandemias o cualquier otro tipo de situaciones conflictivas.
Me pregunto si ¿estaremos cambiando la política de “la importancia fundamental del factor humano” por “la eficacia de los números gélidos”?
Y lo que aún me ocupa más: ¿nos estaremos convirtiendo en seres sin alma, sin esperanzas, mostrando el único interés de escalar en el tablazón social, manteniendo prebendas de dudosa procedencia?
Lo dicho no significa que esté proponiendo un mundo utópico, alejado de la realidad económica o del imprescindible desarrollo social en democracia. ¡Todo lo contrario!: mantengo que el interés general está siempre por encima de las estimaciones partidistas propias de las tiranías –que, por cierto, nunca resultaron ser eficaces para afrontar y solucionar los problemas del diario vivir–.
Esta vez sí: podéis reprocharme que sea un “soñador de concordias”. No sólo me lo merezco, sino que quisiera tenerlo como blasón.
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de
Ramón Burgos
Periodista