El otro día, al pasar por la zona del Estrecho en dirección a Tarifa, no pude evitar acordarme, con cierta nostalgia, de mis dos cursos enseñando en aquella tierra.
Con el paso de los años uno tiende cada vez más a recordar su pasado, normalmente con añoranza y olvidando muchas de las malas experiencias que se han tenido. En mi caso, no solo me vienen a la cabeza los momentos felices con mi familia y amigos, sino también, con frecuencia, todo lo bueno vivido en mis treinta y cuatro años de profesión, que son los que cumpliré en estos días de septiembre. No vaya nadie a pensar que estoy jubilado o a las puertas de la jubilación. Es que empecé muy temprano en este oficio.
No obstante, allí no estuvo mi primer destino: antes, con solo 24 años y unas oposiciones de profesor agregado de Bachillerato aprobadas sin haber pasado previamente por el noble status de interino —lo que antes era posible pero ahora casi no— llegué a Jaén, a participar en un concursillo público en el Santa Catalina de Alejandría en el que se me adjudicó para prácticas el instituto de Martos, llamado Fernando III. Al día siguiente me presentaba en el mismo, con más miedo que vergüenza, a ver qué me encontraba. Y no fue otra cosa que un profesorado joven, aunque no tanto como yo, en el que enseguida hice amigos. Es cierto que el turno de coches ayudó, porque la media hora que entonces se echaba en el trayecto desde Jaén, donde vivíamos muchos, hasta el instituto, daba para numerosas conversaciones provechosas y para ir generando una confianza entre los que nos desplazábamos. A esto hay que añadir que también con mis alumnos de COU hice muy buenas migas. Yo solo tenía unos años más que ellos y, como suele ocurrir, me invitaron al viaje de estudios a Mallorca donde, entre discoteca y discoteca, algo vimos de la isla, intentando darle a cada día ese sentido cultural que se esperaba.
En Martos las clases las dominé pronto. Entonces la Historia del Arte se daba con diapositivas, que para cada sesión tenías que preparar en el carro del proyector y luego, terminada la misma, guardar en sus cajas o en sus fundas a modo de libro. Era un trabajo lento y muy aburrido, pero compensado por las satisfacciones que desde el primer momento me ha dado esta asignatura. Recuerdo, además, aquel aula escalonada, a la manera antigua (o de tantas películas), que me obligaba a subir y bajar constantemente entre el proyector y la pantalla mientras duraba la clase. Nunca los alumnos han vuelto a estar “por encima mía”.
La siguiente experiencia ya sí fue en La Línea de la Concepción. Se trataba de mi primer destino definitivo y en aquellos años todas las plazas fijas para los que empezábamos estaban en sitios alejados de las sierras de Jaén o en el Campo de Gibraltar. En consecuencia, no fui el único en sufrir lo que en principio me pareció un destierro ¡qué diferencia con las posibilidades que da el actual concursillo!
El instituto al que llegué ni siquiera tenía nombre. Era, simplemente, el Mixto 2 de La Línea (luego Mar de Poniente) y estaba situado frente al Peñón, que se veía desde las aulas y los departamentos. Su ambiente era muy distinto al de Martos, como el de toda la ciudad. Los alumnos, desde el primer día, me parecieron muy abiertos pero tan desafiantes que, para mí, resultaban irrespetuosos y algo amenazantes. Su forma de hablar aumentaba esa impresión, sobre todo por el vocabulario empleado, lleno de “pishas”, “chochos” y otras palabras muy malsonantes para un granadino como yo, acostumbrado ¡eso sí! a nuestra legendaria “malafollá”. Y las clases eran difíciles por el desorden frecuente, las interrupciones y la mucha guasa de mis pupilos. Quizás por eso empecé a usar más el vídeo, de modo que, durante aquellos años, fueron numerosos los programas y películas de televisión que grabé en mi casa los fines de semana para emplearlos luego en las distintas clases, sobre todo en las de Historia de España, que impartía diariamente en 3º de BUP. Afortunadamente, también seguía con un grupo de Historia del Arte, en el que encontré un ambiente que se parecía más a lo que yo deseaba.
Una prueba de fuego fue la celebración de los carnavales. Algunos compañeros del instituto decidimos divertirnos saliendo a unas calles llenas de gente disfrazada de la manera más ingeniosa. Nosotros, en cambio, muy sosos, íbamos sin disfraz y con un cierto miedo a que algún alumno irreconocible tras su atuendo nos dijera una “lindeza”. Al fin y al cabo éramos profesores y podíamos tener motes. Sin embargo, no ocurrió. Muchos alumnos nos paraban y nos retaban a que los reconociéramos, lo que en algunos casos era imposible. Pero siempre fue con mucha simpatía, de forma amistosa y ocurrente, de modo que terminamos pasando unas noches fantásticas de carnaval gracias a ellos.
Mi primera impresión de La Línea estaba cambiando, así como mi relación con sus estudiantes. Quizás por eso decidí organizar excursiones con ellos. Una, con los de Arte, a Granada, donde vimos la Alhambra, la Capilla Real, la catedral,… Otra, con los de Historia de España, a las milenarias ruinas de Baelo Claudia, en la ensenada de Bolonia. De esta última recuerdo hasta la fecha, el 28 de mayo, porque pocas veces he disfrutado tanto con unos alumnos como aquel día. Después de la visita arqueológica estuvimos el resto del tiempo en la playa, bañándonos y jugando con alguna pelota. Y creo que todos lo pasamos como chiquillos. Durante unas horas no hubo alumnos y profesores, sino solo un montón de chicos jóvenes y algunos jóvenes menos chicos disfrutando por igual en aquel lugar virgen y espectacular.
Al año siguiente, en el mismo instituto, volví a impartir Historia del Arte. En esta ocasión, desde el primer día, les propuse un viaje a Granada, Madrid y Toledo, que finalmente hicimos en febrero. Y también en este viví una situación única. Resulta que mi grupo los formaban solo alumnas, pero tenían tres compañeros que no cursaban Arte sino Geografía y ¡cómo no! querían venir con nosotros. El problema se planteó con las habitaciones de hotel, que eran de cuatro personas para que el precio fuera asequible, excepto la mía, que era individual. Pero no recuerdo exactamente por qué, aunque imagino que por los costes o por las disponibilidades hoteleras, terminé compartiendo habitación y baño todo el viaje con estos tres alumnos a los que no conocía de nada y que tenían unos diez años menos que yo. A ellos, con tal de venir, no les importó lo más mínimo esa solución y a mí, reticente al principio, me parecía una faena impedirles el viaje con sus compañeras. Ahora, cuando han pasado tantos años, no me acuerdo de sus nombres y, aunque en varias ocasiones he regresado a La Línea, nunca los he vuelto a ver. Pero el recuerdo que tengo de ese viaje sin fotos es imborrable, al igual que el de la pequeña despedida sorpresa que todos ellos me organizaron cuando dejé aquel destino para incorporarme a uno nuevo que había solicitado, solo ¡estúpido de mí! por acercarme a Granada.
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Profesor de Historia en el IES Padre Manjón
y autor del libro ‘Un maestro en la República’ (Ed. Almizate)