Puede haber buenos o malos profesores, mejores o peores alumnos, pero con un buen programa se puede alcanzar el éxito; por el contrario, con programas enrevesados o engorrosos, el fracaso está servido
En este “siglo de las sombras”, en este mundo cosmopolita, individualista y materialista en el que vivimos, caracterizado por la globalización planetaria, la homogenización de los comportamientos humanos y el pensamiento único, la educación tiene mucho que decir, tiene todo que decir. Pero, más aún, en este confuso curso académico que está comenzado, y, más todavía, ante esta coyuntura que estamos sufriendo, producida por un extraño y poderoso elemento, llamado COVID 19, que se ha cruzado en el camino de nuestras vidas, sin haberlo invitado y sin saber si ha surgido de forma imprevista o premeditada y si ha venido para hacernos reflexionar y corregir nuestros errores o para aumentarlos y dar al traste con todo el bienestar conseguido hasta ahora. La falta de confianza y la poca importancia que se le da hoy a la educación, constituyen otras características de nuestro tiempo y el origen de muchos de los problemas sociales de la actualidad.
La instrucción, por el contrario, sí interesa hoy: cursos para profesionales, preparación de exámenes para la obtención de títulos o diplomas, oposiciones, etc. Pero la educación, en su sentido más auténtico y necesario, cual es la formación integral y plena de las personas y, sobre todo, en lo referido a la conducta y a los valores humanos, cada día está más ausente. Porque en esta sociedad utilitarista y cortoplacista, parece que sólo interesa el presente, lo que está a la vista, lo que produce resultados inmediatos, por perecederos que estos sean. Tenemos muy poca perspectiva de pasado y mucho menos de futuro. En la enseñanza y en la educación, casi todo lo que dicen los políticos y los tertulianos, lo expresan en términos cuantitativos y economicistas, pero nunca en aspectos cualitativos, que son los que realmente importan y que lamentablemente desconocen. Basta con decir “vamos a subir los presupuestos de educación” para que todos queden contentos.
En mi opinión y con mi larga experiencia, he podido comprobar que esto no es así, que no es esa la única cuestión, ni tampoco la principal. Existen otros muchos parámetros fundamentales, no vinculados necesariamente al presupuesto, con los que se pueden lograr una formación de calidad. Se pueden realizar infinidad de iniciativas y actividades con poquísimo dinero. Pero también ocurre lo contrario, que se gasta mucho dinero público en proyectos y actividades inútiles, que sólo generan despilfarro. Centrándonos en el tema que nos ocupa, los valores éticos y educativos, no se alcanzan a corto plazo, sino que necesitan de largo tiempo para que arraiguen en la conciencia y la cultura de los estudiantes. En cambio, sus efectos sobre el bienestar social y la convivencia humana son innumerables y muchos más eficientes y benefactores que los instrumentales.
Aparte del alumnado y del profesorado, la cuestión más importante y esencial de la enseñanza, son los planes de estudios y los programas de las distintas asignaturas o materias. Entendiendo como tales las áreas o asignaturas correspondientes a cada ciclo, etapa escolar o título universitario y los contenidos que las componen. En las Facultades, suele haber temas que se repiten en numerosas asignaturas, al tiempo que existen otros – necesarios profesionalmente – pero que no se estudian en ninguna. Los programas constituyen el primer indicio de calidad de cualquier centro docente. La relevancia del contenido, la estructura, la extensión, el orden expositivo, el rigor metodológico, la adecuación a la realidad existencial, etc. lo dicen todo. Aparte de ello, los programas de Educación Primaria y Secundaria, requieren interés, accesibilidad y utilidad para el alumnado. Igualmente destacamos que en España, desde la escuela hasta la Universidad, existe un exceso de enseñanza teórica en detrimento de la práctica.
Puede haber buenos o malos profesores, mejores o peores alumnos, pero con un buen programa se puede alcanzar el éxito; por el contrario, con programas enrevesados o engorrosos, el fracaso está servido. Los programas, además, nos ofrecen una gran ventaja: mientras que a los alumnos y a los profesores, no los podemos cambiar, los programas sí podemos modificarlos o readaptarlos a cada curso y siempre que sea necesario. Pero elaborar un buen programa no es nada fácil, requiere experiencia, objetividad y sabiduría. La experiencia nos puede cantar los resultados de antemano. La objetividad nos obliga a incluir las materias o los temas más convenientes para la formación del alumnado. Finalmente, la sabiduría nos permitirán distinguir entre lo esencial y accesorio, lo importante y lo secundario, así como reconciliar lo disciplinar y lo didáctico, lo científico y lo real.
En estos tiempos, sin tiempo para nada, la innovación informática y tecnológica son incuestionables, pero más necesaria es la innovación de los programas, haciéndolos más ágiles y breves, fundamentándolos en la esencialidad de cada ciencia, desprendiendo memorismo y vinculando sus contenidos con los contextos actuales.
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Catedrático y escritor