El lunes, 21 de septiembre, empezaron las clases en el instituto. Después de un verano de declaraciones erráticas por parte de los responsables educativos de la Junta y de ninguna medida tomada a tiempo, mi centro ha optado en el diurno, desde 3º, por una enseñanza sincrónica, es decir, que cada semana va a estar en el aula la mitad del grupo de alumnos mientras la otra mitad sigue las clases desde casa telemáticamente. Y con dichas condiciones me encaminé ese día al aula 003, en la planta baja, para conocer a mis pupilos de 1º de Bachillerato de Humanidades y Ciencias Sociales, a los que voy a dar, como otros años, la Historia del Mundo Contemporáneo.
Me encontré con trece de ellos, todos tras sus mascarillas, de los que nunca antes había sido profesor, por lo que no los conocía. Estaban diseminados, dejando pupitres vacíos entre uno y otro. El resto estaba esperando mi conexión. Pero como el ordenador del aula no disponía aún de auriculares ni micro personal, usé mi propia tablet, la que me regalaron mi mujer y mis hijos hace varios años. Mediante ella conecté con todos los que aguardaban en sus casas excepto con una chica, a la que puse falta de asistencia.
Fue una sensación muy rara. A estos alumnos no podía verlos, solo oírlos cuando respondían o preguntaban algo. Y sentí cierta emoción porque notaba su interés en estar pendientes de mis palabras pese a la distancia. En algún momento me pareció ser miembro de un equipo de rescate de montañeros caídos en un pozo, con los que tienes que hablar constantemente para que no se desanimen y pierdan la esperanza antes de su salida. Pero es muy difícil dar clase así, pendiente de dos grupos, los que están y los que no están, los “presenciales” y los “telemáticos”. Con todo, terminé sensibilizado por la situación y satisfecho, aunque nuevamente ocurre lo del curso anterior: la enseñanza pública ha empezado a funcionar gracias a los recursos personales de los profesores.
Al día siguiente me dieron un auricular “made in China” para escuchar a los que están en casa. Tuve que firmar en secretaría un documento de entrega, como si fuera algo costoso. Nadie me explicó su uso y por la tarde, en mi casa, lo puse a cargar. Las instrucciones fueron inútiles, pero con la ayuda de mi hijo logré conectarlo a mi tablet y comprobar que no funcionaba. Curiosamente, el miércoles, en mi primera hora, con los de 2º de Arte, ya sí lo hizo y pude impartir toda la clase empleándolo para oír a mis alumnos y que ellos me oyeran a mí. La única ventaja es que podía moverme, aunque dada la necesidad de mantener siempre una distancia de seguridad, lo hice muy poco.
En la segunda hora, con los de 1º, los mismos del lunes, volví a usarlo todo el tiempo. Además, logré conectar con ellos mediante el ordenador del aula a la vez que lo hacía también por la tablet, lo que me permitió compartir “con las casas” el documento que estaba proyectando para la clase. Todo un éxito conseguido gracias a la ayuda de los “presenciales”, que me fueron explicando cómo hacerlo. Problema: tras dos horas seguidas, empezó a dolerme el oído. Al fin y al cabo, nunca he aguantado los auriculares.
Con todo, lo peor es no ver a los alumnos, ni a los que están en sus casas ni, realmente, a los que están en el aula. Porque las mascarillas son devastadoras. Al ocultarles la boca te pierdes sus expresiones más amables o, por el contrario, sus muecas de aburrimiento o de disgusto. Te quedan solo los ojos y algunos son muy profundos, pero otros no. Vamos a tener que aprender a leer en ellos para saber qué piensan en cada instante, que es lo que se consigue cuando tienes tablas en este oficio y los observas a diario, sobre todo si te acercas a cada uno. “Una imagen vale más que mil palabras”, lo que se puede aplicar también a esto. Pero ahora la imagen está guillotinada y la distancia es sagrada.
El viernes tuve otra experiencia inesperada al terminar la clase de 1º, justo para empezar el recreo. En cuanto los alumnos empezaron a salir del aula bajaron sus mascarillas para poder comer sus bocadillos. Gracias a esto, después de una semana juntos, pude ver completa la cara de varios. Y sus facciones me sorprendieron: no eran exactamente las que esperaba. Estaba claro que me había imaginado unas, que con el paso de los días había asumido como reales, y ahora las que veía eran distintas. Nunca me había pasado algo así y me impactó. Si me estoy haciendo una idea equivocada de los rasgos faciales de cada uno de mis nuevos alumnos, ¿no me ocurrirá igual con sus rasgos psicológicos? Porque, según el refranero, “la cara es el espejo del alma”, pero ahora “el espejo” está tapado, semiescondido, por la imprescindible mascarilla.
Y se añade que cada lunes los que estarán en el aula serán otros, no los del viernes que ha pasado. ¡Qué triste! Como dijo uno de ellos alguno de esos días, “ni nos conocemos ni nos conoceremos, porque cada semana vendrá un grupo distinto”. Como si fueran, incluso, de institutos distintos, de ciudades distintas,…
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Profesor de Historia en el IES Padre Manjón
y autor del libro ‘Un maestro en la República’ (Ed. Almizate)