Las recientes elecciones norteamericanas nos han vuelto a poner de relieve, entre otras muchas cosas, el enorme poder de la mentira y de la manipulación como forma de hacer política. Todo un panorama revelador de esta absurda posmodernidad que nos ha tocado vivir. En la que suele abundar el falseamiento de los hechos y de la verdad; que siempre conducen, no lo olvidemos, al mantenimiento de oscuros intereses especulativos y de polarización social.
Es cierto que al final, con la victoria de Joe Biden, el gris escenario que apuntaba la continuidad en la presidencia de Donald Trump ha quedado algo mitigado. Pero, no debemos olvidar su extraordinario apoyo electoral –más de 70 millones de votos–. Partidarios, de una u otra forma, de unas políticas supremacistas y excluyentes que, como sabemos, no se dan solo en EE.UU y que hunden sus tentáculos en distintos lugares del mundo, incluida España.
Este desconcierto social me ha traído a la memoria una de las mejores películas de la historia del cine español: El viaje a ninguna parte. Una película, ambientada en plena posguerra –en los años cuarenta o cincuenta del pasado siglo–, que en su esencia constituye un claro homenaje a los artistas del teatro y de la farándula. Una producción cinematográfica (del año 1986) que está dirigida y protagonizada por Fernando Fernán Gómez –basada, a su vez, en su novela homónima– y que cuenta con la participación de actores y actrices de la talla de: Juan Diego, Agustín González, Laura del Sol y Gabino Diego, entre otros.
En dicha filmografía, centrada en las peripecias de una compañía de cómicos ambulantes que sobreviven recorriendo los desamparados pueblos de la España de la época, podemos encontrar incontables escenas poderosas y míticas. Me gustaría detenerme en una de ellas, en la que se resalta la interesada división de los trabajadores. En la misma me ha parecido encontrar un claro paralelismo con la situación actual, –y más aún en los tiempos de incertidumbre reinantes–, donde la desigualdad y las brechas socioeconómicas continúan haciendo mella en el mundo del trabajo: asalariados o autónomos.
Pues bien, en la famosa escena a que me vengo a referir, podemos encontrar cómo los habitantes del pueblo exigen para ellos los puestos en el rodaje de la película que se está grabando en el lugar. La presencia de la compañía de cómicos derivará en la competencia entre los dos necesitados grupos de aspirantes: los itinerantes cómicos, por un lado y los oprimidos jornaleros, por otro. Uno de los actores (el personaje de Carlos Galván), interpretado por José Sacristán, expone a sus contrarios la inutilidad de la lucha entre los que “igualmente necesitan el pan”. Un conflicto entre los que, en idénticas circunstancias de privaciones, también pasan hambre y penurias varias.
En su magistral monólogo, José Sacristán, con un gran poder de convicción, tratará de hacer ver a los vecinos del pueblo que ellos no son sus enemigos. Y que, según sus palabras, cuando hay hambre “en «Cabaluenga», en España, en el mundo, hay otros que no la sienten. Luego, ¿por qué arremetéis contra nosotros y no contra ellos? Perdón, señor alcalde. Ya sé que esto, por ahora no puede ser […] Pero, ya que no vais contra ellos, contra los que no sienten hambre ni cuando el agua cae a destiempo, no vengáis contra nosotros que somos vuestros hermanos”.
Palabras de dignidad y coraje que, en nuestra época, más de treinta años después, a muchos les debería sonar bien. Especialmente las relativas a la unidad de la clase obrera frente a quienes buscan apoderarse del “fruto de su sudor”. El viaje a ninguna parte nos muestra, además, un retrato cruel y descarnado del subdesarrollo y la regresión que imperaban durante la dictadura franquista. Los años del hambre y la sequía. Del estraperlo y del piojo verde. De la represión, del ordeno y mando y del “usted no sabe con quién está hablando”. Motivos de añoranza, puede que para algunos, para unos pocos; para los privilegiados de siempre. Pero que, seguramente, provocarán repulsión y rechazo entre la gran mayoría de la ciudadanía.
Por supuesto que, quienes se animen a visualizarla de nuevo, también disfrutarán de escenas cómicas, ingeniosas y divertidas. Sabiendo, además, que la citada cinta fue reconocida como la gran ganadora de la primera edición de los Premios Goya, del año 1987, con un triple galardón: mejor película, mejor director y mejor guion.
Aterrizando de nuevo en nuestros días, vemos como, aprovechándose de la tremenda frustración que nos atenaza en estos momentos de crisis económica y sanitaria, se sigue sucediendo una bien estudiada –y diseñada– desorientación ideológica de la clase trabajadora. Algo que, siempre ha existido pero que, tal vez, nunca imaginamos podría deparar tal grado de cálculo e irradiación como en el presente. Así, la existencia de un alto nivel de desarrollo tecnológico e informativo, paradójicamente, nos ha llevado a la mayor de las dependencias y desinformaciones. Provocando que nos movamos a base de tuits (y retuits). Pero, casi nunca propiciando el conocimiento de las noticias en profundidad y, lo que es más grave aún –con el uso restringido de las redes sociales– dejándonos colocar dócilmente las peligrosas anteojeras; que nos apuntan hacia lo que queremos escuchar y lo que confirma nuestros propios prejuicios. Eso sí, sin pensar, sin debatir, sin contrastar la veracidad de la información y, muchas veces, confundiendo los deseos con la realidad.
Como vemos, es un momento delicado y de emergencia social, plagado de reparos ideológicos y postulados partidistas –muchas veces impregnados de altas dosis de adoctrinamiento antidemocrático– que, con frecuencia, buscan la crispación, alterar la convivencia y provocar el descrédito de la política y el hartazgo de la ciudadanía. Nos referimos al característico: “todos son iguales”. Y, no, no es así, nunca lo ha sido, pues el autoritarismo y la demagogia saben sacar muy bien las uñas en periodos de crisis. Como pudimos ver en los años treinta del pasado siglo XX. Y más adelante…
Por todo ello, en la consecución de “una sociedad más justa, más igualitaria, de más libertades y más democrática”, siempre será fundamental erradicar la ignorancia y el miedo. Y, en cambio, se deben generar actitudes de confianza, de responsabilidad y de ejemplaridad. Para poder afrontar lo que venga todos juntos y remando en la misma dirección. Ah, y sin compartir los bulos, calumnias y patrañas que nos lanzan las bandas de privilegiados egoístas y ociosos que hoy protestan, amparados en la libertad de prensa y de expresión, cuando se trata de poner límites a sus maniobras y falsedades. Es decir, rompiendo las cadenas interesadas del odio, la rabia y la confrontación. Que son los únicos modos en los que pueden sacar tajada algunos: los profetas de apocalipsis.
Para concluir nos haremos eco de la reflexión del conocido científico e inventor norteamericano, Benjamín Franklin, sobre que: “La felicidad humana generalmente no se logra con grandes golpes de suerte, que pueden ocurrir pocas veces, sino con pequeñas cosas que ocurren todos los días”. Por todo ello, intenten ser más felices, más respetuosos y más humildes. Puede que así nos reconozcamos todos mucho mejor. Y, un último consejo, ante las memorias divididas con las que frecuentemente nos atizan y tratan de conducirnos hacia un errático viaje a ninguna parte, anteponer siempre el valor de la educación, de la tolerancia y del conocimiento libre y riguroso. Al menos habrá que intentarlo.
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Maestro del CEIP Reina Fabiola (Motril).
Autor de los libros ‘Cogollos y la Obra Pía del marqués de Villena.
Desde la Conquista castellana hasta el final del Antiguo Régimen‘
y ‘Entre la Sierra y el Llano. Cogollos a lo largo del siglo XX‘