A veces no somos conscientes del privilegio que es vivir en Granada. Lo pienso siempre que camino por alguno de nuestros espectaculares recorridos, sea de la ciudad o de la provincia, que ambas están llenas de ellos. El fin de semana del día de los difuntos, con el confinamiento “perimetral” al que se nos ha sometido, he reafirmado mi opinión: sin salir del término municipal de nuestra capital es posible hacer andando unos paseos de los de “quitar el hipo”. Y a eso nos hemos dedicado los dos días, sin coger el coche y sin incumplir la norma.
El sábado tomamos el autobús urbano en el Triunfo y en él llegamos a El Fargue, ese barrio alejado unos kilómetros por la antigua carretera de Murcia en donde está la Fábrica de Pólvoras de Granada, tan importante en otros tiempos que, cuando Eva Perón realizó en 1947 su histórico viaje a nuestro país, aireado a los cuatro vientos por la propaganda franquista, una de sus visitas fue a dicha fábrica.
Nada más bajar del autobús empezamos disfrutando la preciosa vista que el lugar nos ofrece de Sierra Nevada, hacia donde miran la mayoría de sus viviendas. Y esa misma vista se mantiene en el primer tramo de la vereda que discurre paralela al camino viejo de El Fargue, que es la que tomamos y desde la que también podemos ver, si miramos hacia atrás, una panorámica completa de la barriada, hasta que entramos en una zona sombreada de pinares que nos la oculta.
Cuando pasamos ese bosquecillo lo que aparece ante nosotros, abajo, es toda Granada, que queda entre la Alhambra, las murallas de San Miguel y, al fondo, la extensión de la vega, o lo poco que subsiste de ella. Además, conforme descendemos vamos viendo, cada vez mejor, la impresionante abadía del Sacromonte, en gran parte ruinosa pero donde alguna obra debe estar haciéndose, como nos indica la elevada grúa allí instalada. Hay incluso, a mitad de camino, un pequeño mirador con baranda de madera desde el que vemos, no solo el conjunto abacial con el Cerro del Sol detrás , sino nuevamente, algo a la izquierda, Sierra Nevada.
Finalmente llegamos hasta la abadía por su espalda. Es zona de secano, pero cuando la rodeamos nos encontramos con el otoño en todo su esplendor: en el jardín delantero hay árboles pelados, hojas secas y otras amarillentas que contrastan con el rojizo del ladrillo que predomina en las paredes del edificio. La mole es imponente, aunque muy poco conocida, y menos aún sus catacumbas. Posiblemente sea el resultado del original intento de hacer de Granada una importante cuna del catolicismo, tras la aparición en este monte, en los años finales del siglo XVI, de los famosos libros plúmbeos, atribuidos a una comunidad cristiana muy antigua en nuestra ciudad pero que resultaron ser, finalmente, una truculenta falsificación.
El resto del paseo ya es, entre empedrado y asfaltado, hasta el Albaicín y el centro urbano. La cerveza toca en la plaza de la Encarnación, muy tranquila al llegar esas primeras horas de la tarde.
Al día siguiente hacemos el recorrido por la otra orilla del Darro, el Dauro latino, porque decían que daba oro (Dat Aurum). En esta ocasión dejamos el coche en los aparcamientos del cementerio granadino y comenzamos el ascenso a pie por un carril hasta el popular Llano de La Perdiz. Es zona de olivos y el sol nos calienta en exceso. En el último tramo empezamos a ver nítidamente todo el recorrido del día anterior: nuevamente El Fargue, a lo lejos, y todo el sendero que desciende a la abadía, que vuelve a quedarnos abajo pero esta vez la vemos por su parte delantera. Entre ella y nosotros, en lo más profundo, el valle del río, donde la tonalidad de su arbolado es simbólicamente dorada.
Cuando llegamos a la gran explanada donde está el reloj de sol más famoso de Granada nuestras reservas de agua han disminuido. Menos mal que pronto tomamos otra estrecha ruta que va descendiendo considerablemente por una zona umbría de la vertiente norte del cerro. Durante un buen rato la sinuosa pendiente parece llevarnos directamente al Darro, pero en un punto determinado la vereda se bifurca y nosotros dejamos de descender. Desde ese momento avanzamos por una senda llana, paralela a una vieja acequia, dejando el cauce al fondo a nuestra derecha. Al cabo del rato asoma nuevamente la abadía, cada vez más cerca y cada vez más sensacional hasta que, casi sin darnos cuenta, la dejamos atrás.
Pero el paisaje incluso mejora con la perspectiva del Albaicín, lleno de construcciones blancas y de verdes cipreses. También de campanarios que rompen la horizontalidad. Finalmente nuestro camino desemboca en la Silla del Moro, donde la visión de la Alhambra es especial: muy cerca y a nuestros pies, casi como si voláramos sobre ella. De hecho, se distingue perfectamente el gran patio circular que llena el interior del cuadrado palacio de Carlos V.
Han sido dos días inolvidables, sin pasar el perímetro de nuestro municipio, pero disfrutando de nuestras mejores riquezas naturales y artísticas. Pocas ciudades las tienen. ¿O alguien me puede decir una?
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Profesor de Historia en el IES Padre Manjón
y autor del libro ‘Un maestro en la República’ (Ed. Almizate)