Estar en casa –sea por decisión propia o ajena– tiene sus ventajas; al menos yo he querido, y he podido, encontrarlas, sin necesidad de “inventos del TBO”.
La oportunidad, por ejemplo, ha sido única al permitirme dedicar parte de mi tiempo a escrutar las redes sociales y sus dispares contenidos.
Os confieso que esta tarea la realicé con respeto por las opiniones ajenas, pero con armas y bagajes suficientes para discernir la “fiabilidad del continente y la verdad de los contenidos”.
En medio de esta “maraña universal”, me di de bruces con una sentencia que, además de llamarme la atención, consiguió que dejase de seguir zascandileando –brujuleando– el resto del día de hoy: “La Agorafobia es la fobia más frecuente y también la más incapacitante. Consiste en la aparición de ansiedad y miedo a un elevado número de situaciones de las que pueda ser difícil escapar o donde pedir ayuda sea difícil o embarazoso” (doctor David López Gómez, menteamente.com).
Al respecto, la reflexión era obvia: ¿estamos solos con nuestros recelos; con nuestras fobias; con nuestras manías? ¿Hemos abandonado el trabajo de la socialización por la tarea de imbuirnos en el espanto de la avaricia unipersonal? ¿La mudanza –soñada por muchos– en nuestras vidas ha sido definitivamente abandonada en un contenedor lleno de desesperanzas?
Pues, sabed que mi contestación a todas estas cuestiones, viniendo de lejos, se mantiene firme e integra: “(…) a todos los hombres y mujeres de buena voluntad, cualquiera que sea la tradición religiosa a la que pertenezcan” (Papa Francisco), incluso a aquellos que no profesan ninguna doctrina, pues, ahora menos que nunca, no es tiempo de alimentar diferencias. Hay que mirarse a los ojos, donde brilla siempre la verdad, y, llamando de puerta en puerta, emprender juntos el camino de la nueva humanidad.
¿Y la vuestra?
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de
Ramón Burgos
Periodista