Era muy temprano. Apenas si apuntaban las primeras luces del día. Ella estaba sentada en un banco con su pequeña Kira en brazos –una perrita recién acogida–. Ambas exploraban el horizonte cercano de una ciudad dormida, sin apenas ruidos ni trasiego… Fue entonces cuando una joven transeúnte se les acercó:
–¿Están bien? ¿Puedo ayudarles?…
Una amplia sonrisa de agradecimiento –y la consiguiente explicación sobre la “madrugada perruna”– fueron razones más que suficientes para que la tranquilidad retornarse a ambas (tres) partes… Me lo contaba una de las protagonistas, con voz y sentimiento de agradecimiento y reconciliación social.
Al hilo de ello, y sopesando el caso citado, hoy he tenido la imperiosa necesidad de releer las palabras de Agustín Blanco, director de la Cátedra José María Martín Patino de la Cultura del Encuentro de la Universidad Pontificia Comillas y coordinador del Informe España 2020: “(…) la pandemia del coronavirus ha puesto imagen y voz a otra enfermedad más silenciosa que nos acompaña desde hace años y que no deja de crecer: la soledad. En la era de las redes sociales, de la hiperconectividad, son cada vez más los que se sienten solos”.
Y esta realidad –“El sentimiento de soledad en España (afirma el texto antedicho) ha doblado su incidencia en los últimos meses a consecuencia de la pandemia. Ahora, el 11% de los españoles confiesa sentir la soledad de un modo grave, cuando antes de la crisis apenas superaba el 5%”–, que, de manera especial, entiendo afecta a todo el entorno comunitario, en sus ámbitos social, político, económico, etc., mantengo que sólo tiene una forma de cambio: la solidaridad (“fraternidad con amparo mutuo”).
Os aseguro que cada día me siento más cercano a proponer a todos los organismos nacionales e internacionales a mi alcance la necesidad improrrogable de reescribir todos los tratados de Derechos Humanos, para que destaquen, junto a la preservación de la vida, la hermandad universal.
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de
Ramón Burgos
Periodista