Leo el artículo de Antonio Muñoz Molina “Profesor de instituto”, publicado en El País el 31 de octubre, y me parece excelente. No solo por sus palabras sobre el brutal atentado sufrido en Francia por Samuel Paty, el docente de Historia decapitado por defender la libertad de expresión ante sus alumnos.
Indudablemente, las comparto plenamente y se las agradezco muchísimo, porque yo no habría sabido decirlo tan bien. Pero me gusta, especialmente, el respeto profundo que el escritor demuestra a los profesores de instituto y, en concreto, a los que a él le dieron clase. A unos y otros dedica frases como estas: “…, con ese entusiasmo vocacional que parece un don reservado a los profesores de instituto, y que tiene la virtud, si cae en terreno fértil, de espabilar para siempre a una inteligencia joven. (…)”. O: “Yo recuerdo uno por uno a los profesores, hombres y mujeres, que tuve en mi bachillerato superior, en un instituto público. Eran mucho más jóvenes de lo que a nosotros nos parecían entonces, antifranquistas, respetuosos, como adelantados de un país que aún no existía, y que ellos empezaban a hacer posible al abrirnos los ojos”.
Sin embargo, no me sorprende, porque yo reconozco y agradezco a mis profesores de aquellos lejanos años el mismo legado. Era 1976 y me incorporaba a un centro de Granada, el instituto Padre Manjón, donde no solo gran parte del claustro eran profesoras, sino que, además, el alumnado era, de una manera pionera en esta ciudad, mixto. Pero, sobre todo, desde el primer día tuve la impresión de que aquello no tenía nada que ver con el colegio del que procedía: con mis 14 años, que era la edad para acceder a 1º de BUP (como ahora para 3º de ESO), podía entrar y salir con una libertad absoluta, y no solo en los recreos, sino incluso cuando no asistía un profesor. Ninguna verja ni puerta cerraban el paso y, no obstante, nuestra responsabilidad nos impedía faltar a clase o adoptar comportamientos indebidos que hubieran acarreado algún merecido suspenso o cualquier otra consecuencia no deseada. Esa libertad nos hacía maduros y la madurez autónomos y sensatos.
Nuestros profesores eran como los de Muñoz Molina, adelantados a los tiempos que todavía vivíamos, los del inmediato postfranquismo. Nos enseñaban sus materias, la mayoría con una pedagogía y medios que yo hasta entonces desconocía y, más importante, nos hacían ver el mundo y el país con ojos más abiertos y curiosos. También a incidir en ambos para mejorarlos. Era, sin duda, una educación superior: democrática, humanista y comprometida. Incluso europeísta.
Unos años después yo era uno de ellos (o eso deseaba). También empecé a enseñar Historia en BUP y COU y recordaba el modelo de algunos de mis mejores profesores, intentando hacerlo igual. Además, durante algunos cursos, los institutos en los que trabajé seguían abiertos, los alumnos eran libres de atravesar sus puertas y muchos de mis compañeros me resultaban admirables por su valía intelectual y docente. Todavía los padres pedían hablar con el tutor en ciertas ocasiones, pero su influencia era pequeña en la vida escolar y ninguna en la académica. De esta manera, seguían siendo institutos muy parecidos al de mi etapa de juventud.
Pero pasó el tiempo, llegaron “la reforma” (LOGSE) y “la ley del menor”, se vallaron los centros, se cerraron las salidas, los CEPs monopolizaron nuestra formación y los padres, que empezaron a ser “las familias”, se inmiscuyeron de manera constante, incluso, en lo académico, exigiendo o “aconsejando” cada vez más al profesor, culpable demasiadas veces de las malas notas de los estudiantes. El resultado más negativo es que los institutos se transformaron en colegios, llenos de niños altos y desarrollados, pero frecuentemente inmaduros y claramente dependientes de sus progenitores e, incluso, de sus profesores. Todo lo contrario, salvando las honrosas excepciones, a la responsabilidad y autonomía que décadas antes se tenían al concluir los años de Bachillerato.
Desde entonces, y cada vez más, los padres llevan a sus hijos hasta la misma puerta del centro, andando o en coche, para evitarles peligros o incomodidades. Luego los esperan, en el mismo sitio, por idénticos motivos. En muchas ocasiones sin una necesidad real y, probablemente, en contra del parecer de sus propios vástagos, que no se sienten chiquillos. Pero los equipos directivos, inevitablemente, han estado del lado de los “tutores legales”, exigiendo permisos incuestionables y fehacientes para que los alumnos menores de 18 años puedan salir del instituto antes de la hora cuando se sienten mal o no tienen clase por la ausencia de un profesor.
Y en esto llegó la pandemia para trastocarlo todo. Primero con el confinamiento sufrido los meses finales del curso pasado y las diversas y espontáneas soluciones adoptadas por los docentes para mantener a flote a sus pupilos. Y en este con las novedosas modalidades de enseñanza implantadas por la Junta de Andalucía desde 3º de ESO, como la llamada sincrónica, en la que la clase la siguen unos alumnos en el aula y otros, por medios telemáticos, desde sus casas, alternándose en ello diaria o semanalmente.
Cuando llevamos casi dos meses y medio con esta dinámica, que fue la elegida por bastantes claustros, como el mío, la opinión que tengo al respecto es muy favorable. Indudablemente, han sido las altísimas ratios las que nos han llevado a ella, pero si se cuenta con los instrumentos técnicos adecuados, en las aulas y en las casas, permite a los alumnos “asistir” bien desde sus domicilios y, por tanto, funciona. Eso sí, y aquí está, para mí, el mejor efecto de todo esto: estamos poniendo a prueba su responsabilidad, su madurez y su autonomía personal, ya que tienen mucha menos vigilancia del profesor, que no está en la misma habitación y que no puede, en consecuencia, evitar distracciones de las que son habituales. La atención constante y la comprensión de lo que se trabaja dependen mucho más del propio estudiante. Si realmente quiere, lo puede conseguir, pero si tiene tendencia a la dispersión o a la evasión, no tendrá quien se lo impida, por lo que las probabilidades de fracasar en las notas aumentarán considerablemente.
Como profesor no es que quiera que los alumnos suspendan —ningún profesor lo quiere— y pongo todo mi interés y esfuerzo en evitarlo; pero nuevamente, como tantos años atrás, serán ellos los principales causantes de sus malos resultados. Esperemos que la mayoría tenga la responsabilidad que le lleve al éxito. Los que lo consigan serán, además, más autónomos y maduros, como nosotros lo fuimos a su edad, y estarán mejor preparados para los muchos retos que también la universidad y la vida de adulto les deparan. Esta es, mientras nuestros dirigentes se distraen inútilmente atacándose con la Lomloe, la verdadera revolución educativa que está sucediendo en nuestros días.
Ver artículos anteriores de
Profesor de Historia en el IES Padre Manjón
y autor del libro ‘Un maestro en la República’ (Ed. Almizate)