Desde la niñez mi vida ha estado frecuentemente vinculada a ese inmenso espacio de bosque que es hoy conocido como parque natural Sierra de Huétor, pero que siempre hemos llamado La Alfaguara. Y ha sido, sin duda, un gran regalo que nos hizo mi padre, enamorado de aquellos parajes vírgenes, adonde nos llevaba todos los fines de semana posibles con pelotas, bicicletas y un columpio hecho por él que colgaba de una buena rama de algún pino que se dejaba hacer. Entre mis hazañas por aquellos caminos está el haber aprendido a conducir su moto y su coche con 15 o 16 años, furtivamente —como no podía ser de otra manera a esa temprana edad—, después incluso de haberle hecho un estropicio al Citroën de mi abuelo al frenarlo, por mi torpeza adolescente, estrellándolo contra uno de aquellos árboles.
En los meses de verano nuestros domingos eran a más de 1400 metros de altitud, en un amplio hoyo del bosque cerca de las ruinas del hospital de tuberculosos creado en esta sierra por la empresaria y filántropa de origen alemán Berta Wilhelmi. Era un sitio fresco y muy tranquilo donde a veces, incluso, y pese a las muchas horas de luz de esos meses, casi se nos hacía de noche. El viejo hospital, además, era un lugar lleno de leyendas, de esas que asustaban a los niños pero que a la vez eran la prueba idónea para demostrar la valentía. El caso es que quedarse solo entre aquellas derrumbadas paredes era, a veces, aterrador, sobre todo si alguno se había encargado previamente de preparar el ambiente contando alguna historia de difuntos aparecidos a un pobre pastor o excursionista.
El hospital (o sanatorio) lo había fundado Berta a comienzos de los años veinte, cuando la tuberculosis era una grave enfermedad con efectos mortales, como había experimentado ella misma al sufrir la pérdida de su hermano por esta dolencia. Fue construido muy cerca de un manantial de agua, Fuente Fría, para asegurar el abastecimiento del recinto. Y estuvo operativo, bajo su dirección y con una capacidad para 24 enfermos (12 hombres y 12 mujeres), hasta la década siguiente. En los años de la guerra, cuando Berta ya había muerto, aquí se instaló el mando militar rebelde de la zona y ya en la postguerra otra alemana, Elena Bickmann, amiga de la primera, dirigió el sanatorio hasta que cayó en desuso y en un irreversible deterioro, como es evidente hoy día. Incluso Fuente Fría, que contó en sus buenos momentos con una alberca y una zona de bancos para descansar, es actualmente un paraje abandonado donde ni siquiera hay agua, pero sí una gran belleza paisajística como se puede ver en la primera foto.
En el invierno, en cambio, nuestro destino era Puerto Lobo, por encima de Víznar y a los pies de su Cruz, situada en la cima de mayor elevación de esa zona. Son pinares soleados y cálidos para los días más fríos. Pero en los últimos años se han revalorizado también por estar cerca las espectaculares trincheras del Cerro del Maúllo, uno de los numerosos vestigios de la Guerra Civil que se conservan en esta sierra, controlada desde los primeros días por los militares sublevados, pero que podía ser la vía de un posible ataque republicano desde el cercano frente. Hoy, impresionan por su ubicación, vigilando el acceso a Granada por el río Darro —que nace debajo, cerca de Huétor Santillán— y con una de las mejores vistas de Sierra Nevada que se pueden disfrutar en toda la provincia.
En los pasados años, justo antes de iniciar el sendero que lleva a esas trincheras, las fechas navideñas daban un singular atractivo más a la zona, porque al menos uno de sus pinos o abetos aparecía engalanado con los adornos propios de estas fiestas, acompañado habitualmente de un pequeño belén. Para mí, ese árbol de navidad plenamente natural, con adornos que me parecían elaborados por niños, era el más bonito; y cada diciembre iba a verlo y a hacerle fotos con las que felicitaba a mis amigos. Nunca he sabido quién o quiénes eran los autores, aunque siempre pensé que posiblemente fueran escolares de Víznar, el pueblo más cercano, animados por sus maestros. Pero este año de pandemia, en el que tantas cosas han cambiado, en Puerto Lobo no ha habido árbol navideño. Por eso, he intentado averiguar la incógnita de su autoría realizando varias llamadas telefónicas; la primera al colegio de Víznar, donde la respuesta ha sido negativa; y lo mismo ha ocurrido en su ayuntamiento y en el centro de visitantes de Puerto Lobo. El misterio, en consecuencia, sigue intacto y la foto que aparece en este artículo es de la navidad pasada, la del 2019, cuando ni nos imaginábamos lo que se nos venía encima.
Ojalá en el 2021 volvamos a encontrar el anónimo árbol de Navidad. Será una prueba irrefutable de que todo está mucho mejor. ¡FELIZ AÑO 2021!
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Profesor de Historia en el IES Padre Manjón
y autor del libro ‘Un maestro en la República’ (Ed. Almizate)
Comentarios
2 respuestas a «Daniel Morales Escobar: «Los secretos de la Sierra de la Alfaguara»»
Buen relato, con una bonita historia, en estos tiempos de miseria
Muchas gracias. El sitio es el que invita a los mejores recuerdos