Regresó como si nada hubiera pasado. En ella, podía verse la misma cara angelical, su piel rosada, ese pelo ondulado o aquellos labios desprendiendo una sonrisa llena de satisfacción.
Laila era una muchacha muy vitalista, amiga de sus amigos y capaz de guardar un secreto como si de una tumba se tratase. A veces, era capaz de deleitarte con unas notas de Shubert, tocadas magistralmente con la ayuda de su piano de cola.
– ¿Qué pieza necesitas hoy para ese apagado estado de ánimo? – te decía con un balanceo en el aire a través de sus labios virtuosos-.
Jugaba a las cartas con una facilidad asombrosa, cantaba con una voz que te despertaba del letargo, practicaba varios deportes con un dominio reseñable, así como podía presumir de un expediente académico impecable.
Esa y mucho más era nuestra protagonista.
El único defecto que podría atribuírsele es el vicio de portar un cigarrillo entre sus dedos, adicción a la que no sabía poner freno.
Sin duda alguna, aquella trapecista de lo imposible, maga de la perfección, animadora en momentos de pesimismo o perfecta compañera para este viaje efímero en el que se convierte la vida, se mostraba con una humildad impropia.
– ¿Te apetece un café? – preguntaba con una dulzura digna de alabanza-.
Acto seguido, pasaba una bandeja de plata con pastas variadas y recién horneadas: otra de sus cualidades.
Ante semejante oleada de positivismo, acompañado en la mesa por aquella princesa del encanto, era capaz de afrontar tan duro trance con una mirada bien distinta.
Con la llegada del invierno, aquel confinamiento obligado se llevaba de otro modo.
Juntos, disfrutábamos de una tarde hogareña, al calor del brasero, mirando a través de la ventana la lluvia continua de copos.
Porque como muy bien decía Laila: “ ¡Es mejor no pensar!”.
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Profesor de ESO-Bachillerato