1921 fue un año crucial en la Historia de España y marcó no sólo el futuro más inmediato, sino incluso el más lejano. Pero cuando empezó nadie sospechaba lo que estaba por ocurrir.
Reinaba Alfonso XIII, bisabuelo de Felipe VI, limitado por una constitución que ya tenía larga vida, la de 1876. Existían, por tanto, ciertos derechos y libertades, como un sufragio universal que era solo masculino. Pero la realidad distaba mucho de ser democrática, ya que el fraude electoral era la práctica habitual desde hacía tiempo en un país que seguía sumido, también, en una generalizada pobreza y en un vergonzoso analfabetismo. Desde cuatro años antes, además, que se había vivido un verano de enorme conflictividad en varios frentes, conocido como la crisis de 1917, los dos partidos que siempre habían gobernado, el Conservador y el Liberal, estaban tan divididos que eran prácticamente incapaces de formar gobierno en solitario, por lo que se había inaugurado la práctica de gabinetes de concentración, generalmente inestables, integrados por políticos de diferentes tendencias políticas.
La situación social también era explosiva, pese a que España solo tenía algo más de 21 millones de habitantes. Las huelgas constantes y, sobre todo, un terrorismo persistente, especialmente en Cataluña, han llevado a bautizar los años siguientes a la crisis como el Trienio Bolchevique. De una parte actuaban de esa forma criminal los anarquistas; de otra, también los patronos se habían organizado y contratado a pistoleros a sueldo que aplicaban la misma “medicina” a los líderes obreros. El caso es que incluso se habían tenido que suspender durante largo tiempo las garantías constitucionales —lo que suponía una especie de estado de excepción— para atajar la diaria y mortal violencia.
Con este panorama, y con un gobierno del conservador Eduardo Dato, se inicia 1921. Dato era quien había presidido ya el que en 1914 había decidido mantener a España fuera de la Primera Guerra Mundial, lo que sin duda fue un gran acierto. Pero su política en Cataluña, ante el pistolerismo, era de “mano dura”, sobre todo con los trabajadores. Y alguien decidió hacérselo pagar. El 8 de marzo, que todavía no era el Día Internacional de la Mujer, salió del Senado en su vehículo y una moto con sidecar se acercó por detrás a la altura de la plaza de la Independencia (donde está la Puerta de Alcalá). La ocupaban tres anarquistas catalanes y dos de ellos la emprendieron a disparos contra el coche del jefe del Gobierno, que falleció alcanzado por varias balas. No era el primer magnicidio en nuestro país ni sería el último. Le habían precedido los asesinatos de los presidentes Prim, Cánovas y Canalejas y le seguiría, muchos años después, el de Carrero Blanco. Pero la muerte de Dato agudizaba la vertiginosa decadencia política del reinado de Alfonso XIII.
Varios meses después, en noviembre de ese mismo 1921, se escinde del PSOE un sector de sus militantes, que funda el Partido Comunista de España. No fue algo repentino. Los bolcheviques rusos, dos años antes, habían creado la III Internacional (o Komintern) al objeto de lograr apoyos internacionales a su causa en plena guerra civil contra todos sus oponentes. Y los socialistas españoles estudian la posibilidad de incorporarse a la misma. Para ello, incluso, mandan a Moscú una pequeña delegación que estudie directamente lo que allí hacen Lenin y sus seguidores. Uno de los enviados es el catedrático y diputado por Granada Fernando de los Ríos, que vuelve decepcionado y temeroso de la deriva autoritaria del comunismo soviético. Según recoge en su libro Mi viaje a la Rusia sovietista, también del año 21, cuando preguntaron al propio Lenin por la recuperación de la libertad de los rusos, la lacónica respuesta del bolchevique fue “¿Libertad para qué?”. El caso es que el PSOE permaneció fuera de la III Internacional, pero el nuevo partido, el Comunista, sí se sumó a esa organización de orientación claramente moscovita, celebrando su primer congreso en marzo de 1922. Aunque en esa década sería pequeño o casi insignificante, desde 1936 se convertiría en uno de los más importantes de la Historia de nuestro país.
No obstante, ninguno de estos hechos tuvo la repercusión del drama ocurrido en julio, cuando una operación militar temeraria emprendida por nuestro ejército en Annual, en el protectorado marroquí, acabó en un desastre total, que hizo peligrar la cercana Melilla, y en una matanza de cerca de 10.000 soldados españoles, cifra exorbitante que Ramón J. Sender condensó sabiamente en su novela Imán: “Muertos, muertos por todas partes”.
Se daba la circunstancia de que el general Fernandez Silvestre, jefe de las tropas masacradas, era allegado de Alfonso XIII, siempre próximo a los cuarteles y quien, según se creía, le había telegrafiado para darle aliento ante el desafío. El hecho es que, desde ese momento, el tema de las responsabilidades del desastre apuntó no solo a los políticos o a los militares, como en el 98, sino también al propio rey, contra el que se esmeró principalmente el socialista Indalecio Prieto.
El expediente formado sobre el tema, llamado Picasso por el nombre del general que dirigió la investigación, tío del gran pintor malagueño, iba a debatirse en las Cortes en septiembre de 1923, pero no fue posible: otro general, Miguel Primo de Rivera, encabezó un golpe de estado que triunfó rápidamente gracias, en gran medida, a que el propio Alfonso XIII lo asumió complaciente, enterrando definitivamente la escabrosa cuestión marroquí y uniendo con solidez el destino de la monarquía al de la propia dictadura: Miguel dejaría de ser dictador en enero de 1930 y Alfonso de ser rey catorce meses después, en abril de 1931.
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Profesor de Historia en el IES Padre Manjón
y autor del libro ‘Un maestro en la República’ (Ed. Almizate)