El reciente paso de una gran borrasca, bautizada como ‘Filomena’, nos ha dejado un inusual impacto invernal en casi toda la Península. Un histórico temporal que, como es conocido, nos ha dejado unos días de frío intenso y unas nevadas como las que ya no se recordaban. Unas nevadas de las de antes. Un duro embate del tiempo que, en estos días de enero, no he podido evitar me rememore unos hechos ocurridos por estas mismas fechas, pero de hace ahora 82 años: el exilio de los republicanos españoles a Francia. Una triste huida, de retirada –tal y como será conocida en el país vecino– de los restos del Ejército Republicano y de la población civil que los acompañaba bajo las más adversas circunstancias.
Cuando las tropas franquistas tomen definitivamente la ciudad de Barcelona, en la mañana del 26 de enero de 1939, la salida de la población se volverá masiva y desesperada. Miles de hombres, mujeres y niños emprenderán el camino hacia la frontera francesa. Un largo camino que, tal como ocurriera con La Desbandá malagueña un par de años antes, estará presidido por los incesantes bombardeos y el obligado abandono de sus enseres a medida que se acercaban las tropas sublevadas que les perseguían. Todo en un aciago desenlace; el final de una guerra que ya hace tiempo estaba perdida y predeterminada.
Entonces, cuando los temporales aún no tenían un nombre específico que los designara, también se pasaba frío, mucho frío. Un frío extremo como el que acuciará a los más desvalidos e indefensos defensores de la legalidad republicana que, agotados y en un estado lamentable, dejaban atrás todo lo que la guerra les había arrebatado. Y, para colmo de males, acompañados del hambre, de la enfermedad, del amargo sabor de la derrota y sintiéndose presos del más incierto de los futuros.
Se estima en casi medio millón el número de personas que atravesaron los Pirineos, entre los últimos días de enero y los primeros de febrero –otros 15.000 exiliados lograrán escapar a través del mar; hacia las costas del norte de África–. Algunos de ellos, una vez acabada la contienda, regresarán a su país confiados en el señuelo lanzado por Franco de que no tenían nada que temer “quienes no tuviesen las manos manchadas de sangre”. Nada más lejos de la realidad, con su precipitada vuelta serán encarcelados y sometidos a los infinitos juicios sumarísimos que les esperaban.
No correrán mejor suerte los que continúen exiliados en territorio francés. Las mujeres y los niños serán evacuados y dispersados por otras poblaciones del interior del país. Los hombres y los soldados se verán hacinados en los campos de concentración instalados en las playas cercanas de Argelès, Saint-Cyprien y Barcarès. Lugares donde, a duras penas y sin un lugar en que cobijarse del duro invierno, sobrevivirán, apiñados, mal alimentados y encerrados entre alambradas vigiladas por guardias franceses y senegaleses. Pocos meses después todo se agravará aún más si cabe; con la invasión alemana de Francia. Muchos serán conducidos a los campos de exterminio nazis, como el de Mauthausen; donde morirán unos 5.000 de ellos –bajo el silencio cómplice de los gerifaltes franquistas que ni siquiera les reconocerían como compatriotas–. Otros, previamente, se habrían alistado a la Legión Extranjera francesa y combatirán nuevamente al fascismo. Aunque esta vez lejos de España; baste recordar la reconocida y determinante actuación de los republicanos españoles que tomaron parte en la liberación de París (La Nueve).
Muchos años después del final de la Guerra de España, y ciertamente ambientado en los republicanos detenidos en el puerto de Alicante, el escritor valenciano en el exilio, Max Aub, sabrá exponer sus sufrimientos. Lo pondrá en boca de uno de los personajes de Campo de Almendros. Una serie novelística basada en los últimos prisioneros capturados en el puerto de Alicante, a finales de marzo de 1939 –mientras esperaban, aterrados e indefensos, la llegada de algún buque que les permitiese escapar del naufragio que les esperaba en tierra: la feroz represión por parte de los vencedores de la guerra–. En una Guerra Civil que acababa justo dos meses después del reseñado paso fronterizo bajo la nieve que hoy nos ocupa. Así, los últimos defensores de la II República, se fueron agolpando mientras esperaban la llegada de algún barco liberador. Un barco que nunca llegó para ellos y que les dejará totalmente inermes frente a sus enemigos –pues, el último en zarpar de la dársena alicantina (atestado de exiliados) será un viejo carguero inglés, el Stanbrook, en la tarde del 28 de marzo–. De inmediato serán detenidos y conducidos al improvisado campo de detención puesto en marcha por los militares fascistas italianos.
Rememorando las vivencias de aquel campo de concentración –y las que podrían haber ocupado a los instalados en territorio francés–, Max Aub escribirá: “Estos que ves ahora deshechos, maltrechos, […] destrozados, son, sin embargo, no lo olvides nunca pase lo que pase, son lo mejor de España, los únicos que, de verdad, se han alzado, sin nada, con sus manos, contra el fascismo, contra los militares, contra los poderosos, por la sola justicia; cada uno a su modo, a su manera, como han podido, sin que les importara su comodidad, su familia, su dinero. Estos que ves, españoles rotos, derrotados, hacinados, heridos, soñolientos, medio muertos, esperanzados todavía en escapar, son, no lo olvides, lo mejor del mundo. No es hermoso. Pero es lo mejor del mundo. No lo olvides nunca, hijo, no lo olvides”.
Igual que esos refugiados y exiliados españoles que, en la larga e hiriente diáspora que ahora iniciaban por medio mundo, vivirán con resignación y dolor el amargo desarraigo y, en todo momento, tratarán de mantener viva su lengua, su cultura, su memoria y los verdaderos ideales de la II República, que habían sido derrotados pero que no habían sido vencidos; ellos los guardarán en su corazón mientras vivan, a pesar de que muchos no regresarán nunca a la tierra que les vio nacer. Una forzada y dolorosa expatriación que nada tendrá que ver con las desafortunadas comparaciones recientemente establecidas por algún político de izquierdas con responsabilidades gubernamentales. Nada que ver. En absoluto.
Leer otros artículos de
Maestro del CEIP Reina Fabiola (Motril).
Autor de los libros ‘Cogollos y la Obra Pía del marqués de Villena.
Desde la Conquista castellana hasta el final del Antiguo Régimen‘
y ‘Entre la Sierra y el Llano. Cogollos a lo largo del siglo XX‘