La sociedad necesita de continuos replanteamientos para seguir creciendo y evolucionando hacia posturas más coherentes con la realidad del momento. Obviamente, cuando aludimos a sociedad no nos estamos refiriendo a un ente independiente sino al conjunto de personas que la integramos, las cuales necesitamos de unas reglas para la convivencia.
Muchas de estas reglas son normas jurídicas, pero otras pertenecen al campo de la percepción, de los hábitos y de las costumbres. Además, el derecho no puede hacerse cargo de la totalidad de las relaciones sociales ni de los estímulos ante éstas, ni sería positivo que así fuera. Es necesario dejar espacio a otro tipo de relaciones más prosaicas.
Los individuos crecemos con unos valores preestablecidos que necesitan de varias generaciones para que puedan ser cambiados y mejorados, de ahí que la transversalidad cada vez tenga más sentido porque lo que se pretende con esta es introducir en nuestro día a día determinados cambios de mentalización y nuevos valores que son tan necesarios para la convivencia. Normalmente, tras la transversalidad surge la norma, pero no siempre.
La transversalidad se ha utilizado con éxito en asuntos medioambientales y de igualdad entre hombres y mujeres, por lo que me gustaría abogar en este articulo por una transversalidad que consiga integrar el respeto hacia los animales y la percepción que tenemos de ellos. Es tarea muy difícil porque las relaciones entre los animales y los seres humanos apenas han variado a lo largo de la historia, pero eso no significa que no haya que intentarlo, sobre todo ahora, al detectarse en la sociedad un claro interés en que así sea. Ese cambio debe de incidir, sobre todo, en el respeto y en el bienestar de los animales, de todos sin excepción, y en un progresivo cambio del rol que le hemos atribuido a cada especie. No puede haber ninguna excepción si queremos que el cambio sea posible, ya sea en cuanto al uso que hacemos de ellos para alimentarnos, divertirnos, trabajar o vestirnos. No abordar todo eso con carácter urgente es involucionar. Podremos viajar a Marte y hasta es posible que vivir en la Luna, pero no habrá una evolución real mientras no respetemos nuestro entorno y este no se entiende sin los animales, estén más cerca de nosotros o más lejos. No basta con escandalizarnos cuando la televisión o las redes sociales nos muestran atroces aberraciones hacia ellos en mataderos o espectáculos públicos, sino que debemos tomar partido como ciudadanos para que todo eso deje de ocurrir. Tomar conciencia de que lo que les ocurre y nos escandaliza forma parte de nuestra propia responsabilidad como miembros de la sociedad de la que los animales también deben de formar parte.
Esa transversalidad ha de comenzar en los primeros ciclos de enseñanza y ha de ser coetánea al aprendizaje de la lectura o la escritura. Si no conseguimos que los niños crezcan respetando a los animales, de adultos será más difícil la reeducación. En mi opinión, es ahí donde radica el verdadero problema, la verdadera incapacidad de respetarlos. Pero la transversalidad enfocada hacía el respeto a los animales no debe quedar reservada tan solo para la educación, también es imprescindible que cada elemento social y económico se provea de ella, desde las aparentemente inocuas conversaciones despectivas hacia los animales hasta la publicidad más agresiva, pasando por la sensibilización en el hogar. Ni que decir tiene que la labor de los gobiernos debe ser fundamental para ese cambio de mentalización, porque son necesarias políticas públicas contundentes para que sea efectiva la sensibilización.
Sorprende que en pleno siglo XXI sigamos aludiendo al animal –que es un ser vivo sintiente, como ya reconocen la mayoría de los sistemas jurídicos occidentales–, como mero objeto comestible, por aludir a lo que está más presente en el día a día. Cuando se alude a un plato de carne bien condimentada se ningunea al ser vivo que ha sufrido lo indecible hasta llegar al matadero y después en éste; o bien, cuando se habla de la pretendida fiesta nacional, se pasa por alto la barbarie que se inflige al toro y al caballo. Igual ocurre cuando aludimos a la piel que vestimos o al divertimento en festejos populares de ciudades y pueblos. En todos los casos nunca pensamos en el animal, en su vida, en su bienestar, ni mucho menos nos hacemos cargo de su sufrimiento, tan solo son objetos que nos permiten seguir perpetuando nuestra dependencia hacia ellos que nos permita seguir haciendo lo que siempre hemos hecho, que no es otra cosa que utilizarlos para nuestro interés. Ese cambio, necesariamente, ha de llegar; de hecho, ya lo está haciendo en determinados sectores de los países occidentales, principalmente, aunque no solo en éstos. Un cambio que implica poder alimentarnos, vestirnos, trabajar y divertirnos sin necesidad de maltratar a los animales. Todo eso es posible, como ya está demostrado. Está científicamente probado que podemos alimentarnos bien sin necesidad de comer animales o los productos que deriven de ellos; vestirnos con pieles sintéticas, cada vez de más calidad; trabajar, ayudándonos de medios mecánicos; y divertirnos de múltiples formas sin la intervención de los animales.
Lo propuesto aquí puede parecer una utopía y es posible que aún lo sea, pero es lo que hay que acometer tarde o temprano porque no solo se trata del bienestar de nuestros compañeros de especie, sino también de nuestra viabilidad como seres vivos en este planeta, el cual se está degradando a pasos agigantados, entre otros muchos motivos, por cuestiones relacionadas con la ganadería intensiva y el sector cárnico industrial, por no referirnos a los perversos efectos para nuestra salud de determinadas carnes sucias, aunque todo eso merecería otro artículo.
José Antonio Flores Vera
es autor de varios libros, entre ellos ‘Perdida y olvido‘
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