Desde hace varias semanas el lobo y la necesidad de su especial protección, o no, están de plena actualidad. Sobre todo en las escasas comunidades en las que aún es posible su existencia en España. Un debate, ciertamente poco novedoso, que, en estos días, ha surgido con fuerza entre la opinión pública –que, como sabemos, es diferente de la opinión publicada–. Su causa la encontraremos en la decisión de la Comisión Estatal para el Patrimonio Natural y la Biodiversidad de prohibir definitivamente su caza y, por tanto, que deje de ser considerado una especie cinegética. Una valiente postura que, como es lógico, ha generado opiniones contrapuestas: los naturalistas y ecologistas celebran de modo entusiasta la medida, mientras los ganaderos y cazadores se muestran reacios al cumplimiento de la misma.
Más allá de la pasiones encontradas en torno a la anterior propuesta de reglamentación legislativa, debemos precisar que el lobo, especialmente el lobo ibérico (Canis lupus signatus), ha sido (y en parte sigue siendo) un animal emblemático de la rica fauna española. Un carnívoro que forma parte de nuestra ancestral cultura. Ya que, en la creación de nuestro acervo cultural, si rastreáramos en las más hondas memorias de cada pueblo y comarca, no encontraríamos otro animal que haya dado lugar a tantas creencias, leyendas, cuentos, relatos… Narraciones orales o escritas en las que, casi siempre, la realidad y la fantasía se funden y confunden en unas creaciones literarias que tendrán como protagonista (antagonista más bien) al lobo. A los lobos; a las manadas de lobos.
Unas tradiciones populares en las que, tal como se encargan de recordarnos desde nuestra más tierna infancia los cuentos infantiles, al lobo siempre se le otorgará el papel de malo, de feroz y de malvado. Así, vemos que, desde tiempos inmemoriales, el grandioso y único animal sufrirá las consecuencias de la difícil coexistencia con el otro gran superdepredador del medio: el ser humano. Una difícil convivencia en la que el cánido se verá relegado a los bosques más inaccesibles y a las montañas más altas, por ser considerado simplemente como una alimaña. Y, como tal, víctima de una persecución continua, a base de capturas, venenos y caza. Caza generalizada e indiscriminada que, finalmente, conducirá a la ausencia definitiva del aullido del lobo –ese que a tantas generaciones del mundo rural fascinara, a la par que estremeciera de miedo–. Hasta hoy, que su eco es sólo un difuso recuerdo del pasado.
Un gran carnívoro que, aunque evita el contacto y huye de las personas –solo el hambre y la necesidad le inducirán al posible enfrentamiento–, cada vez verá más estrechado su cerco; en el paulatino arrinconamiento histórico de que ha sido objeto. Pues, siempre perseguido, en todo tiempo sufrirá el peso de las disposiciones y las leyes que le englobarán en lo que antaño se consideraba “animales nocivos”. Y es que, incluso desde el año 1829, y por Real Orden, ya se reglamentará contra él el uso de sustancias como la estricnina. Para abatirlo sin contemplaciones. Campañas, institucionales y furtivas, de persecución y envenenamiento sucesivos que, desde entonces, llevarán a la masiva colocación de cebos envenenados en todos los lugares por donde se podía intuir su presencia. Que, por supuesto, se llevaría también por delante a muchos otros carnívoros.
A pesar de todo, sabemos que en los años finales del siglo XIX Sierra Nevada albergaba todavía una cantidad importante de ejemplares. Son numerosas las noticias –muchas de ellas exageradas y sensacionalistas– que nos dan cuenta de sus temerarias incursiones en su ancho entorno. Puede que de ahí provengan algunas de las viejas reliquias que nos aportan los innumerables topónimos provinciales: Puerto Lobo, Lugros, Paso del Lobo, Barranco del Lobo, loberos como gentilicio de Huéneja, etc.
Por esas mismas fechas, el decano de la prensa granadina (El Defensor de Granada) se hará eco de las alarmantes noticias de sus ataques en los pueblos aledaños. En mi pueblo, en Cogollos, en 1884, se recogerá que llegaron: “acometiendo a los ganados que estaban pastando en los rastrojos”. O bien generando la inquietud y el pánico entre sus pobladores, pues, cuatro año más tarde, se apuntaba que: “seis grandes lobos penetraron en dos corrales inmediatos a la población”. Provocando, en ambos casos, gran mortandad de ovejas. Un reflejo, sin duda, de la necesidad y la osadía del señor de las montañas. Desde entonces la muerte y la supervivencia entablarán una lucha sin cuartel entorno a su figura. Desafío en el que, careciéndose de la sensibilización medioambiental de la actualidad, el paso de los años dictaminará la progresiva y silenciosa extinción del lobo en nuestras sierras.
Preparando estas líneas no he podido evitar que vengan a mi memoria aquellos lejanos y decisivos pasos dados por Félix Rodríguez de la Fuente en pro del conocimiento de nuestra fauna salvaje, de su importancia y de la necesidad de su conservación. En su ya legendaria serie de TVE: El hombre y la Tierra. Una serie que, capítulo a capítulo, redoblará las conciencias de millones de telespectadores, ante el daño y maltrato ancestral a nuestro animal más fabuloso. Una serie televisiva de indudable calidad que, por si fuera poco, además, contaba con la banda sonora compuesta por Antón García Abril. Una sintonía que, en las placenteras noches de verano, cuando más nos absorbían los juegos infinitos de la infancia, la sola audición de los primeros acordes nos dispersaba en estampida hacia nuestras casas; emulando el correr de la manada de lobos, que en su caza colectiva atravesaban (a cámara lenta) el lecho de un río. Luego nos adentrábamos, absortos frente a la pantalla, en su vida grupal, en el duro paso de las estaciones del año, en las peleas continuas de los cachorros en su preparación y aprendizaje futuro. Igual que nos conmovíamos cuando un despiadado campesino, presa del ancestral temor reverencial a su especie, robaba a la indefensa camada, a los lobeznos…
Para entonces ya hacía muchos años, –se cree que desde la década de los años treinta–, que el lobo había dejado de poblar el macizo de Sierra Nevada. Si bien, nuestro antaño vecino, aún sigue despertando idéntica fascinación y recelo a partes iguales y hasta en el lenguaje cotidiano nos deja sus matices. Como cuando ante los humanos capaces de protagonizar las crueldades más abyectas y despreciables, a quienes les atribuimos la vieja máxima latina de que: “el hombre es un lobo para el hombre” (homo homini lupus). Que, tal vez, siguiendo el mismo razonamiento, nos podría llevar a que el hombre también ha sido un lobo para el lobo.
A este respecto, y para concluir, diremos que el lobo juega un gran papel en la cadena trófica y el ecosistema natural. Al que su desaparición no hace más que provocar un importante desequilibrio que, como vemos, se ve respaldado en la proliferación de otras especies (por ejemplo, los jabalíes) que acaban derivando en problemas de mayor calado que los producidos por el indómito animal. En cambio, creemos que con la adopción de eficaces medidas de prevención y ayudas podría ser posible su coexistencia con los seres humanos, y más exactamente con la ganadería.
Con la reciente propuesta de prohibición de su caza puede que su suerte –su mala suerte–, por fin, haya cambiado. Y, si a ello le uniéramos la puesta en el acento de las medidas educativas y de conservación de la biodiversidad en nuestro planeta, tal vez podríamos terminar con la pregunta que se hacían los tres eufóricos cerditos del cuento, cuando consiguen alejar de su territorio a nuestro protagonista: ¿Quién teme al lobo?
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Maestro del CEIP Reina Fabiola (Motril).
Autor de los libros ‘Cogollos y la Obra Pía del marqués de Villena.
Desde la Conquista castellana hasta el final del Antiguo Régimen‘
y ‘Entre la Sierra y el Llano. Cogollos a lo largo del siglo XX‘