Jesús Fernández Osorio: «La tríada mediterránea: el vino (II)»

Dedicado a todos los vecinos de Cogollos de Guadix, porque están necesitando ya la llegada de buenas noticias

Otro de los quehaceres tradicionales del campo ha sido el cultivo de la vid. Un cultivo del que se obtendrá la uva y después el vino; ese viejo compañero del hombre (y de la mujer) que jugará un papel esencial en nuestra historia. Una planta que, gracias a las particulares condiciones climáticas del Mediterráneo, desde muy antiguo verá favorecida su implantación y, después del prensado de su fruto, la elaboración de la variedad de sus caldos. Un proceso que, como es sabido, dará como resultado una bebida que llegará a configurar una particular y única cultura, la cultura del vino.

En el pueblo en el que por experiencia vital estoy situando mis desvelos y añoranzas, en Cogollos, existía y aún sigue existiendo un extenso paraje conocido como Las Viñas. Si bien, ciertamente era difícil encontrar entre sus plantaciones de almendros y olivos algunas cepas que mantuviesen, siquiera a modo de testimonio, el nombre del cultivo que en otro tiempo debió prevalecer en dicho pago. ¿Qué debió ocurrir para su práctica desaparición? ¿Cuándo fueron sustituidas las frondosas y verdes parras por las especies arbóreas? Para intentar atisbar alguna respuesta nos trasladaremos primero hasta las suaves y onduladas colinas de la sierra de La Contraviesa, en La Alpujarra. Allí, en otro tiempo, entre los municipios de Torvizcón y Albondón, también se llegaron a localizar vastas plantaciones de viñedos que permitieron ganar el sustento a las numerosas familias campesinas asentadas en aquellos contornos.

Hasta que, en los años finales del siglo XIX, la plaga de la filoxera comenzó a hacer estragos en sus, hasta entonces, importantes y feraces viñedos. Según parece, la filoxera se introdujo en España por la provincia de Málaga. Corría el año 1878. Una terrible plaga que para el verano 1891 ya habría aniquilado casi por completo todos los viñedos de La Contraviesa. Como consecuencia, cesará la producción de su vino, de su próspero mercado y de las industrias del aguardiente. Una repentina y drástica desaparición del modo de vida que dejará a muchos pueblos totalmente arruinados y que, como salida, empujará a sus desafortunados pobladores a una masiva emigración exterior. De la noche a la mañana se verán obligados a malvender todas sus pertenencias para poder comprar uno de los pasajes en los famosos “vapores” (los barcos que se dirigían hacia América), para tratar de encontrar allí una vida mejor.

Viñedos nevados en La Contraviesa (Torvizcón) ::BLAS RAMOS RODRÍGUEZ

La ruinosa devastación de los viñedos andaluces, a la que seguramente no fue ajeno nuestro pueblo, se verá agravada, además, por la sequía que azotaba las tierras del Marquesado del Zenete. Factores ambos que alimentarán simultáneamente el éxodo de los pueblos de la cara norte de Sierra Nevada. Pasados los años, a lo largo del pasado siglo XX, las fértiles tierras de la comarca alpujarreña lograrán recuperarse, en parte. Si bien ya nunca volverán a recuperar la importancia vitivinícola que un día tuvieron. En cambio, los cultivos de la vid en Cogollos, irremediablemente se verán sustituidos, casi en su integridad, por nuevas plantaciones de árboles.

Por otra parte, respecto al vino, como elemento cultural de primer orden que es desde la más remota antigüedad, diremos que, gracias a la religión, pronto llegará a adquirir un valor central en los pueblos mediterráneos. Pues, el cristianismo lo incluirá de modo preferente en sus rituales de culto. Así, tras el perfeccionamiento continuo en la elaboración del mosto, llegaremos hasta la mayor o menor popularización de su consumo. Un complemento indispensable de la mesa que, sin desdeñar el valor sentimental de los años de la infancia, me trae a la memoria el vino bebido en porrón y la matanza del cerdo, en el que –en medio de la colaboración de la familia en su sentido más extenso en todo el proceso– hasta los niños empinábamos algo el codo. Por supuesto que, para las duras jornadas del campo de los mayores o en los actos festivos estaba más indicada la bota y siempre tras su adquisición previa mediante grandes envases, de arrobas –que era la unidad de medida principal que se usaba entonces–.

Pero, sobre todo me gustaría mencionar a las tabernas de mi localidad. Esos establecimientos, antecedentes de los hoy modernos bares –que, dicho sea de paso, son de los que más están sufriendo la asfixiante crisis pandémica actual–. Unos lugares, en su mayoría de espacios fríos y angostos, que se convertían en claves fundamentales de la vivencia rural. Unos centros de reunión que no precisaban de rótulos luminosos ni de nombres rimbombantes –a lo sumo un simple distintivo de bebidas en la fachada– y que eran conocidos por los feligreses por el nombre (o apodo) del dueño o de la dueña. Tabernas en las que, dotadas de su omnipresente barra y algunas dispersas e irregulares sillas y mesas, los hombres consumían sus vasos de vino, que podían ir acompañados, si se requería, de unos garbanzos tostados o de cacahuetes. Y en torno a las que discurría la vida social del pueblo: conocer los turnos de riego (el tajo), la aparcería y los tratos, las compraventas, la forja de las amistades –y rivalidades–, las partidas de cartas, el tornapeón… y, claro está, en los que abandonarse a los influjos del dios Baco.

El triunfo de Baco, Velázquez

Borrachos y borracheras que, por sus excesos y característica vocinglería, tanto atraían la curiosidad infantil. Causando risas y alegrías varias, pero que, lógicamente, no estaban exentas de su rictus de dolor y de vergüenza para las familias. Y es que, sin dejar de reconocer el complemento negativo que aportaba el vino en esos casos, entiendo que podían ser fugaces vías de escape y de rebeldía o, tal vez, de evasión ante las situaciones aflictivas que les acosaban. Una falsa solución que ahondaba más en la herida y que, lamentablemente después, se convertiría en una avalancha de tristeza que castigaba doblemente a sus víctimas; más aún si venían acompañadas de reyertas o venganzas varias en el estrecho margen de un pueblo pequeño.

Unas tabernas (y después bares) que, seguramente, sorprendería a los más jóvenes (o visitantes) saber cuántas de ellas se podrían localizar por las distintas callejuelas de Cogollos: Reyes, la Herminia, Curro, el Alemán, Lusia, Paco el Capón… Viejas y nuevas tascas en las que casi podríamos seguir los avances y los progresos materiales de nuestras vidas: la llegada de la televisión, los futbolines, las máquinas de bolas (pinball), las tragaperras, las máquinas de música, las de marcianitos, etc. Pasado y futuro. Todo un sensible despliegue de emociones que, si se lo permitimos, a buen seguro nos sumergirá y envolverá en el irremediable paso del tiempo.

Para concluir, no dejaré de hacerme eco de la feliz coincidencia de la creación y establecimiento de una bodega, con una clara denominación bajo reminiscencias históricas, en nuestro municipio. Un hecho significativo de la reciente puesta en valor del conjunto de los vinos de Granada y de la apuesta decidida por el mantenimiento de la agricultura local. Una lástima que algunos proyectos de expansión del cultivo de la vid no concluyeran de modo positivo y más siendo una apuesta pionera: ecológica y municipal. Pero, a pesar de todo y llegado el final de estas líneas, lo haremos recogiendo el famoso dicho existente en la región francesa de la Provenza: “un día sin vino es un día sin sol”. Pues eso, que ¡viva el vino!, como decía el otro.

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Jesús Fernández Osorio

Maestro del CEIP Reina Fabiola (Motril).

Autor de los libros ‘Cogollos y la Obra Pía del marqués de Villena.

Desde la Conquista castellana hasta el final del Antiguo Régimen

y ‘Entre la Sierra y el Llano. Cogollos a lo largo del siglo XX

Jesús Fernández Osorio

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