Si hay una fiesta colorida en Granada esa es la del 3 de mayo, Día de la Cruz. Plazas, patios y escaparates se adornan con una cruz, habitualmente de claveles rojos según la costumbre granadina. A su alrededor se colocan macetas, colchas, cuadros, mantones y algunos objetos simbólicos.
Con el devenir de los años, ha ido pasando por distintos cambios y por qué no decirlo, algún que otro olvido. Lo que para un granadino era señal de su identidad la celebración de este magnífico día, para los políticos era señal de cabreo, preocupación y prohibiciones. Aquí no se mira las siglas ni el color del partido en el excelentísimo ayuntamiento, pues lo mismo le ha ocurrido al PP como al PSOE.
Como quiera que uno dese hace tiempo que peina canas, cada año que llega el día 3 de mayo, me vienen infinidad de sentimientos, recuerdos y nostalgia de tiempos pasados, que uno quiere transmitir a sus nietos.
Vivíamos en la calle Lindaraja, junto a los baños de Don Simeón; después del desayuno mi mujer y mis hijas Laura y Marga ya estaban vestidas y preparadas con zapato cómodo para echarnos a la calle a visitar las distintas cruces en todas sus modalidades, ya sea calle, patios o escaparates.
El periódico IDEAL, publicaba una guía muy completa de todas las cruces a visitar, incluyendo cómo no, las distintas asociaciones. Lo primero era mirar el día por si acaso, como ocurría casi siempre, llovía. Pero era tal la devoción que más de uno y más de dos años, con chubasquero y paraguas salíamos a visitar y disfrutar de las diferentes cruces.
Empezábamos cómo no, por la Plaza de Mariana, Plaza Bibarrambla, Alonso Cano o Pasiegas, Plaza del Carmen, para subir al Realejo y ver su magníficas cruces en la Plaza del mismo nombre, Campo del Príncipe, Corrala de Santiago…
Todas ellas tenían su pequeña barra y su música de ambiente, con su menú habitual de salaíllas, bacalao, habas y alguna que otra especialidad de algún vecino del lugar. Si digo que nos lo pasábamos bomba no exagero ni un solo ápice, pues el disfrute era extremo y el cansancio no figuraba aún en el repertorio.
Pues bien, después desembocábamos en Plaza Nueva para subir por el Paseo de los Tristes hasta el Albaicín, pues cada año era la Cruz de Plaza Larga la que obtenía el primer o segundo premio. Allí, en Plaza Aliatar no faltaban los caracoles para ir haciendo mezclas de tanta haba y bacalao.
Cuando finalizaba la tarde y se veía el panorama un poco más agobiante por la cantidad de gente, bajábamos de nuevo camino de casa no sin antes hacer parada en algún que otro establecimiento que se había apuntado al concurso de escaparates o de patios.
Ya al enfilar la calle Enriqueta Lozano para desembocar en la Placeta del Lavadero y nuestra querida casa, hacía más de una hora que teníamos que turnarnos mi mujer y yo, pues las crías se habían quedado dormidas.
Con todos estos recuerdos y vivencias, querría decirle al Sr. Alcalde actual y al venidero que las cruces, efectivamente no hay que contarlas, sino vivirlas con emoción y apasionamiento, pero sin desvirtuar su sentido lúdico que lleva implícito. Por mucho cafre que ande suelto, no podemos ni debemos plegarnos a sus exigencias. Viva el Día de la Cruz!
(PD. Este año, otro más que nos quedamos sin cruces por culpa del bicho)
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