Con la letra de una conocida canción del cantautor cubano Silvio Rodríguez (El necio), dijo adiós a la política Pablo Iglesias Turrión. Lo hacía, nada más conocerse los resultados de las elecciones en la Comunidad de Madrid, el pasado 4 de mayo. Un, hasta cierto punto, inesperado anuncio de despedida para el que utilizó parte de las palabras que encabezan este artículo: “No sé lo que es el destino, caminando fui lo que fui. Hasta siempre”. Se ponía fin de ese modo a una corta pero intensa trayectoria política que, supongo, requerirá de un sosegado y detenido análisis futuro. Un estudio desapasionado y riguroso que solo el tiempo y la perspectiva podrán determinar con total fidelidad. Tiempo habrá.
Tal como él mismo expuso con meridiana claridad en el momento de su dimisión: no contribuía a sumar y le habían convertido en un chivo expiatorio. Y, sí, no puedo menos que estar de acuerdo con su certero diagnóstico. Aunque, independientemente de las luces y las sombras que haya podido labrarse en todo este tiempo, en estas líneas, me gustaría detenerme en el señalamiento público vivido en torno a su persona; que puede que le haya convertirlo en el político más vilipendiado, acosado y desprestigiado de toda nuestra etapa democrática.
Apenas habrían transcurrido dos décadas del inicio de aquel movimiento de rebeldía pacífica que ocupó las principales plazas de las ciudades de España: el 15M. Una movilización social sin parangón que dio cuenta del malestar y el descontento reinante en esos momentos. En un país deprimido bajo la secuelas de la crisis económica, con un paro (especialmente juvenil) descontrolado y con una corrupción sistemática y generalizada (uno de los lemas más repetidos será el inigualable: “no hay pan para tanto chorizo”). Un mes de mayo de 2011 que supondrá los primeros aldabonazos de una nueva forma de proceder. De esa que pronto logrará poner fin al bipartidismo del PP y del PSOE –que, hasta entonces, se venían alternando en el gobierno– y todo ello acompañado de la aparición de nuevas formaciones políticas.
Uno de los nuevos actores, que sabrá recoger las emergentes demandas ciudadanas y el descontento (inicialmente transversal) de los indignados, será Podemos. Un nuevo partido fundado por Pablo Iglesias –junto a otro grupo de jóvenes profesores universitarios– en el año 2014. Lo iniciará con una aparición fulgurante (en las elecciones al Parlamento Europeo) que supondrá un golpe de aire fresco en el viciado panorama electoral: se hablaba de cambiar las cosas, del “sí se puede” e incluso, impregnando de un sentido épico a alguno de sus lemas, de que: “el cielo no se toma por consenso, sino al asalto”.
Ahora, siete años después, con la salida del hasta hace poco líder de la coalición Unidas Podemos (UP) del inhóspito territorio de la política, me gustaría reflexionar sobre la implacable persecución que ha venido sufriendo su figura política y la especial animadversión que ha podido concitar en amplias capas de la sociedad. ¿Cuál ha podido ser el motivo de tanto ruido, resentimiento y agresividad contra él? ¿Qué ha podido hacer o decir para hacerles encarnar la personificación de todos los males habidos y por haber? ¿Acaso sus verdades han resultado demasiado incómodas y reveladoras para los detentadores del poder?
Si lo desean se puede poner de relieve su fuerte liderazgo, el agotamiento del proyecto inicial –y las divisiones internas–, incluso se podría reconocer sus frecuentes excesos verbales, pero, ¿ello justificaría los furibundos ataques de todo tipo? Difamaciones, provocaciones, desprecio personal y descrédito político continuos. Se le ha considerado culpable de todas las maldades posibles, se le ha estigmatizado bajo el mote de “el Coletas”, se le ha presentado como un personaje siniestro sobre el que era fácil –y gratuito– destilar la animadversión más despiadada y la gracieta más carente de gracia alguna. Un todo vale; algo así como el conocido “leña al mono” de la, en este año también, añorada feria del Corpus granadina.
No le han perdonado nunca su osadía y se le ha aplicado el conocido dicho popular de: “al enemigo, ni agua” –ni honra, añadiría yo–. Cuando, en enero de 2020, se formalice el primer gobierno de coalición de izquierdas de la democracia, la oposición se volverá despiadada y sin contemplaciones. Desde las filas de la derecha y la ultraderecha se considerará que era un Gobierno ilegítimo al que no procedía reconocer virtud alguna, ni la más mínima de las treguas. Una crítica furibunda, infundada y despiadada que encontrará su diana preferente en el vicepresidente del Gobierno y su entorno –no en modo exclusivo y con la finalidad de derrocar a Pedro Sánchez–. Con un acoso permanente y sonrojante como el vivido en su casa de Galapagar; a pesar de encontrarnos bajo los efectos de una pandemia mundial.
Ciertamente, “el movimiento se demuestra andando” y Pablo Iglesias habrá sido víctima de sus propios fallos y estridencias, pero, seguramente lo será más de las reiteradas y mantenidas campañas mediáticas en su contra. Una maquinaria mediática poderosa y perfectamente engrasada que, gracias a la ansiedad devoradora de Internet y las redes sociales, ha llegado a todas partes y en todo momento. Todo ello unido a la construcción implacable de la gran mentira; a base de bulos y de informaciones sesgadas y tendenciosas, casi siempre jalonadas de insultos, exabruptos y ofensas de mal gusto. Todas, tal como he podido leer por ahí, dirigidas a que hasta los propios desahuciados llegaran a odiar al que trataba de parar los desahucios. Ya nos podemos imaginar el resto…
Llegado a este punto, no me olvidaré de aquellos que han compartido y banalizado el discurso reaccionario –incluida la tergiversación de las graves amenazas de muerte recibidas–. Un “jarabe democrático” creo que le llamaban, mientras le recordaban los puntuales escraches instigados desde su formación. Esos que aún se los siguen devolviendo con creces, en un fondo intencionado de crispación como estrategia política. Pero, eso sí, sin perder la sonrisa. Ni la defensa ciega de su “patrón”, ni, por supuesto, de sus intereses espurios. Con unos niveles de burla y desconsideración personales que seguramente debieran ser incompatibles con un Estado democrático como España.
Se dice, y es verdad, que “somos esclavos de nuestras palabras y dueños de nuestros silencios”, pero la coherencia y responsabilidad que tan duramente se ha exigido al ya exlíder de Podemos, ¿se podría aplicar también a los demás? ¿O, a caso, existen distintas varas de medir? Seguramente muy pocos pasarían las pruebas a las que él fue sometido y debiera haber prevalecido más la sinceridad, el encuentro mediante la palabra y la mesura ejemplarizante. ¿Es que en política el adversario debe ser considerado solo como enemigo? ¿Dónde quedó aquello del consenso y la generosidad entre servidores públicos? ¿Es preciso humillar al contrario por no pensar “como debe”? ¿Por qué apelar a la emoción y a los sentimientos frente a la razón? ¿Dónde queda la necesidad del respeto mutuo, de la educación y de la convivencia pacífica en sociedad? ¿Resistiría usted, o yo, semejante campaña de malicioso hostigamiento público?
Son demasiadas preguntas y muy pocas certezas las que se vislumbran en el panorama actual si realmente queremos afrontar un futuro juntos y con garantías. Una de ellas, por terminar alejándonos de tanto desdén, de tanta falta de respeto y de tanta agresividad desatada, podría ser el reciente reconocimiento como Hijo Adoptivo de Córdoba, a título póstumo –al año de su fallecimiento–, de Julio Anguita González. Ojalá que se prodigue el ejemplo de dicha senda de concordia. Ese, seguramente, sí será el camino.
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Maestro del CEIP Reina Fabiola (Motril).
Autor de los libros ‘Cogollos y la Obra Pía del marqués de Villena.
Desde la Conquista castellana hasta el final del Antiguo Régimen‘
y ‘Entre la Sierra y el Llano. Cogollos a lo largo del siglo XX‘