¡Qué difícil ha sido este curso escolar! Es algo que a nadie se le escapa. La vida en los centros ha resultado muy distinta a lo habitual. Mucho más disciplinada, mucho más encorsetada y con ninguno de esos momentos que todos deseamos como excursiones, viajes, asistencia a teatros,… o, ahora, graduaciones y glamurosas cenas de despedida.
Sin ir más lejos, durante los últimos años, que he impartido siempre Historia del Arte, mis alumnos han venido conmigo a la Alhambra y al Generalife, a la Capilla Real, a la catedral, al museo de Bellas Artes,…, porque dar esta asignatura en Granada no solo te permite hacer fácilmente estas visitas sino que, en cierto modo, te compromete a ello. Cada uno de esos espacios se convierte en el laboratorio donde los que la estudian realizan el trabajo práctico (o trabajo de campo) que les proporciona el mejor conocimiento de la materia. Por el contrario, sin estas actividades de “inmersión artística” la asignatura queda claramente empobrecida, porque nunca una foto del patio de Los Leones puede equipararse a estar en el patio de Los Leones y sentir lo que allí se siente.
Pero este curso, tan diferente, no he podido hacer más que una visita: el pasado 19 de mayo, que era miércoles, nueve de mis alumnos de Historia del Arte y yo salimos a las nueve de la mañana del instituto para dirigirnos al Camarín de la Virgen del Rosario, en la iglesia de Santo Domingo, la más grande del Realejo. Durante el recorrido fuimos charlando e hicimos varias paradas muy breves: en la parroquia de los santos Justo y Pastor, en el pasaje de Diego de Siloé, ante el archivo de la Chancillería y la casa de los Tiros, frente al palacio de los condes de Castillejo, también frente al de los condes de Gabia y, ya al final, en la plaza de destino, viendo la monumental fachada de su iglesia.
A las diez estábamos dentro del camarín. Primero una introducción del guía en la sala de juntas, que es la primera estancia. Y luego ¡el apoteosis!, porque todo aquí es un inmenso derroche de formas y colores, de imágenes, de luces y materiales, de arquitectura, escultura y pintura, de Arte y de Historia, de técnica y devoción. Y tan perfectamente integrado y coherente que gusta sin remedio; que pese a la exuberancia barroca, tan alejada culturalmente al hombre de hoy, siempre atrae y cautiva. Nadie puede imaginar, pasando por el sobrio cobertizo que hay junto a la iglesia y sobre el que se construye el camarín, la fastuosidad de su interior, la magnificencia de ese palacio para la Virgen que es Capitán General de la Armada Española desde que el 7 de octubre de 1671 su intervención ayudara a la victoria cristiana en la batalla de Lepanto, como es creencia popular.
Por eso mis alumnos estaban tan sorprendidos, como les ha pasado a los de otros años, y absortos en la hábil explicación del guía, que en la foto les mostraba por dentro el mueble relicario bajo el fresco del papa Pío V, arrodillado en oración para lograr el éxito en la refriega contra los turcos.
Más de una hora duró la visita. Y lo vimos todo: además de la sala de Lepanto, el camarín, la sala de la Inmaculada y el balcón que en el crucero de la iglesia permite apreciar el barroquísimo retablo plagado de angelillos y que enmarca el transparente al que se asoma la Virgen desde su camarín. Luego las fotos de rigor, para la debida inmortalización, y “a otros asuntos”. Porque empezaban los estómagos a estar quejosos y demandaban el desayuno.
A tal fin nos dirigimos al Campo del Príncipe, donde esperábamos encontrar el lugar que solucionara nuestra necesidad, como así fue. El caso es que un grupo de mis alumnos dijo ir provisto y que, en consecuencia, buscarían algún banco de la plaza para vaciar cómodamente sus mochilas. Pero otros, como yo, querían un café (o un Cola-Cao) y una tostada. Y aquí fue donde me sorprendieron, pues enseguida dieron por hecho que me sentaba con ellos, por lo que me preguntaron qué mesa de las disponibles prefería.
Evidentemente yo, que iba solo, me sentí encantado. No todos los alumnos están dispuestos a desayunar con su profesor, aunque los haya llevado de excursión. Pero estos sí. Por lo que nos sentamos juntos y pedimos. Me hizo gracia que no faltó quien preguntó los precios antes de hacer el encargo, resultado de su precaria economía de estudiante, por la que todos hemos pasado. Pero fue una media hora rejuvenecedora para mí, porque en ningún momento decayó la conversación ni sentí el más pequeño instante de desconexión, sino todo lo contrario. Desgraciadamente, no podíamos permanecer allí más tiempo. Pedí la cuenta, pagué —aunque realmente habían sido ellos los que me habían invitado a desayunar en su compañía— y regresamos al instituto.
Al día siguiente me confirmaron que les había gustado la visita y, como era la última clase, me preguntaron si a mí me había agradado tenerlos como alumnos. ¿Había alguna duda? ¿Es que eran factibles varias respuestas? Les dije la única posible (y la verdad): claro que sí. ¡Y mucho! Porque ¿qué otra cosa puede desear un docente que contar con alumnos receptivos a sus enseñanzas?
En todas las clases me he sentido respetado, escuchado y valorado. Siempre ha habido respuestas a mis preguntas, miradas curiosas a la pantalla y preguntas buscando mis respuestas; y encima, han sido constantemente amables y educados conmigo, como demuestra el hecho del desayuno o que cada día, al terminar y salir del aula, uno a uno se despidieran de mí con un “adiós, profesor”, “hasta mañana, profesor”, “buenas tardes, profesor”,…, haciéndome responder individualmente de la misma y machacona forma.
Qué lástima que no puedan salir en las fotos: no tengo su permiso para hacer uso de su imagen. Por eso están de espaldas en ambas pero, en cierto modo, hasta es mejor, lo prefiero a un posado, porque reflejan muy bien su atención y su afán por aprender. En la segunda están leyendo el texto latino de un azulejo: “UNA MANU SUA FACIEBAT OPUS ET ALTERA TENEBAT GLADIUM”.
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Profesor de Historia en el IES Padre Manjón
y autor del libro ‘Un maestro en la República’ (Ed. Almizate)