Dice un buen amigo, mejor escritor e incluso académico, que mis reflexiones -que lee habitualmente- se asemejan, en cierta manera, a los sermones que escucha los domingos en misa, sobre todo por «aquello que suenan a riña»; aunque eso sí, continúa, «tienen enjundia y hacen pensar».
Como comprenderéis, no voy a discutir tan docta definición -una más, por cierto, de las que guardo, como oro en paño, en mi caja de recuerdos diarios para, más bien temprano que tarde, reunirlas en ese ansiado libro que me costará el exilio o, al menos, el encierro domiciliario-.
Pero dejadme (déjame que esclarezca) que me explique: a modo del buen sacerdote, por tal seguir con tu discurso, que, como en el caso de las meigas gallegas, ‘haberlos haylos’, mi empeño personal en la difusión de la cuarta cultura -aquella que se basa en lo aprendido al pasear por nuestros pueblos y hablar con nuestras gentes, me ha llevado a la esperanza de la unidad por el desarrollo igualitario-, puede (seguro) que necesita recurrir a golpear en lo más profundo del alma de unos y otros, independientemente del color de sus ideales.
Fijaros -fíjate-, como ejemplo aclaratorio, en algo que está ocurriendo a diario, con excusas más o menos válidas: los abusos físicos, psíquicos, autoritarios o espirituales, los llamen como los llamen, en colegios, instituciones o empresas, y a los que, parece, nos estamos acostumbrando como si formasen parte de lo natural.
Y yo, al respecto, no puedo dejar de clamar, en contra de lo escrito por algunos autores, que no hay diferencias entre cualquiera de estas formas de atropello despótico. Todos marcan, de manera indeleble, al individuo, y a su futuro vital.
Quizá -y sin quizá- esta sea una de las razones por las que mantengo un determinado tono en mis escritos, pues no quiero que me pase como al maestro Antonio Machado:
En el corazón tenía
la espina de una pasión;
logré arrancármela un día;
‘ya no siento el corazón’
¡Quiero que el mío siga latiendo, junto al de todos vosotros!
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de
Ramón Burgos
Periodista