Con el incremento en el ritmo de las vacunas ya se va viendo más cerca la salida del túnel pandémico. Incluso se empieza a atisbar el fin de la obligación del uso de la mascarilla, al menos en los espacios al exterior. Si bien, y como salidos de un largo letargo invernal, también vamos descubriendo –no sin cierto asombro y estupor– que el tiempo no espera, que sigue su propio curso; su paso continuo e irrefrenable. Así, dado que mañana es 5 de junio y se celebra el Día Mundial del Medio Ambiente, he querido encabezar estas líneas con el conocido lema ecologista: “piensa globalmente, actúa localmente”. Una máxima que, desde hace ya casi un siglo, nos viene invocando en la trascendencia de los comportamientos individuales para el logro de los grandes compromisos colectivos.
Ciertamente es una frase muy publicitada, atribuida al polifacético activista escocés Patrick Geddes, que se ha venido utilizando –fundamentalmente desde el campo educativo– en el contexto de la conciencia y la defensa medioambiental. Si bien, también hemos de reconocer que la misma se ha aplicado a muy diversos ámbitos: desde la política, al mundo del urbanismo y de la economía. De hecho, en nuestros días podría fácilmente relacionarse con el terremoto que ha supuesto la Covid-19 para la humanidad.
En la que la incidencia global planetaria nos ha obligado a hacer de la necesidad virtud y ha sido preciso blindar nuestra propia salud para evitar poner en riesgo la seguridad de los demás. Consecuentemente hemos comprendido que, ante un peligro que nos incumbe a todos, nunca estaremos del todo seguros si no lo están también los demás. Una apreciación razonada que afecta no solo a nuestro país y que, por tanto, debe hacerse extensiva a todo el mundo. Todo ello, a pesar de las reticencias de los que más tienen y para los que, al parecer, la Tierra nunca tendrá bienes suficientes con los que colmar sus ansias ni su egoísmo.
Ahora me gustaría traer a colación las inusuales imágenes que se han sucedido durante nuestro confinamiento inicial. Con unas ciudades fantasmales y vacías (sobre todo de coches) que, al poco, empezaron a desprenderse de la contaminación y recuperaron su aire limpio; con unos animales a los que era fácilmente imaginar sorprendidos y desconfiados ante el repentino y prolongado silencio reinante y, en suma, de una naturaleza deseosa de mostrar su exuberante vegetación y sus aguas limpias y cristalinas. ¿Acaso podrían ser breves indicios de una pequeña y fugaz liberación de la asfixiante presencia humana? ¿Las podríamos considerar una muestra más de nuestra estrecha y negativa interrelación?
En todo caso debieran hacernos reflexionar sobre la urgencia de la preocupación medioambiental ante la que nos encontramos en la actualidad. De esa que, ya hace más de 50 años, empezó a liderar el movimiento ecologista hasta llegar a aquel lejano 5 de junio de 1972, en el que la Asamblea General de las Naciones Unidas acordó, en su Conferencia de Estocolmo, dedicar un día a sensibilizar a la población mundial sobre los grandes desafíos medioambientales.
En sus inicios fueron unos jóvenes idealistas y de pelo largo los que se posicionarán frente a la energía nuclear y sus peligros. Después, a consecuencia del desarrollo incontrolado, se irán sumando el incremento de la temperatura en el planeta y el efecto invernadero, que nos situarán ante el cada vez más evidente cambio climático. Junto a la imparable degradación del medio ambiente: contaminación de la atmósfera, avance de la desertización y falta de agua, destrucción de hábitats y extinción de especies, agotamiento de los recursos naturales, catástrofes naturales… Grandes y complejos fenómenos ante los que nuestra actuación individual puede suponer la diferencia entre la degradación definitiva de nuestro planeta o su conservación y desarrollo sostenible. Una suma de pequeños gestos diarios en los que, al igual que ha ocurrido con el comportamiento individual “responsable” en la lucha contra el virus, cabe poner –y obligar a poner– toda nuestra fuerza y sentido común.
Una labor de concienciación en la importancia de cuidar nuestros ecosistemas y fomentar el respeto al medio ambiente en la que no me quiero olvidar en estos momentos de los programas de educación medioambiental y, sobre todo, de las excelentes granjas-escuelas y campamentos de verano granadinos. Esos castigados espacios educativos que, como complemento a las mejores estrategias pedagógicas llevadas a cabo en las escuelas, vienen facilitando las salidas al entorno de los más pequeños y la inculcación de unos valores de cooperación, de convivencia, de respeto, de igualdad… y siempre en un contexto medioambiental inigualable.
En la múltiples visitas con mis alumnos al Aula de Naturaleza de Ermita Vieja o la Granja Escuela de Huerto Alegre –en la que incluiría la estancia de varios días mi hijo, Jesús– siempre he podido apreciar una enorme ternura y la profundización en unas vivencias enriquecedoras y únicas. Siempre acompañadas del asombro, el descubrimiento guiado y la sonrisa cómplice. Como en aquella ocasión en la que un numeroso grupo de escolares se acercaba a una cría de asno de escasos días. Un acercamiento multitudinario y cauteloso al que, de repente, sucedió una carrera por la hierba de niños y del pequeño Platero; una deliciosa escena de saltos, alegres cabriolas y carreras continuas y dispersas que terminaron con todos rodando por el césped y que nos hizo a los presentes reír a carcajadas durante un buen rato. Un momento delicioso donde lo haya.
Otro punto positivo, junto al de la reapertura de los centros medioambientales citados, podría ser la reciente aprobación de la ley de Cambio Climático y Transición Energética en España. Se aprobó el pasado mes de mayo y en la misma se propugna, entre otras medidas, la progresiva eliminación de los combustibles fósiles y la paulatina reducción de las emisiones causantes del efecto invernadero. ¡Algo habrá que hacer, además de quejarse de la ineficacia gubernamental! Sobre todo por parte de quienes, protegieron (y privatizaron) a las eléctricas y que, encubriendo sus desmanes –que luego eran premiados con alguna de las famosas puertas giratorias–, aplicaban hasta un “impuesto al sol” y que ahora comprobamos con pesar la eficacia del sistema destinado al aumento de sus ganancias. Bajo esas premisas, ¿cómo será nuestra vida a partir de ahora en la Tierra si no cambiamos nada? ¿Y si, además de poner freno al capitalismo salvaje y depredador del planeta, siguiéramos los consejos de Ezequiel Martínez cuando, en su despedida de un prestigioso programa de Canal Sur, (Tierra y Mar), en el 2013, citó a M. Gandhi para recordarnos que: “Tenemos que aprender a vivir más sencillamente, para que otros sencillamente puedan vivir?
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Maestro del CEIP Reina Fabiola (Motril).
Autor de los libros ‘Cogollos y la Obra Pía del marqués de Villena.
Desde la Conquista castellana hasta el final del Antiguo Régimen‘
y ‘Entre la Sierra y el Llano. Cogollos a lo largo del siglo XX‘