La niego rotundamente: mi ciudad –vuestra ciudad–, por sí misma, no es diferente a cualquier otra en cuanto a que tenga peculiaridades naturales. Otra cuestión bien distinta es que nosotros –sus habitantes– nos hayamos empeñado en calificarla como “especial”, dotándola, por unas razones u otras, con cuestiones relacionadas con nuestro carácter, costumbres, historias, etc.
Y no hablo de monumentos, paisajes o tramas urbanas… Hablo de “paisanajes”, es decir, de lo que hemos implementado cada uno a la tierra que nos vio nacer o que nos acogió con los brazos más o menos abiertos.
En ella –en ellas– suceden las mismas cosas que en cualquier otra: hay acontecimientos buenos y no tan buenos; hay sucesos y eventos; hay vida y muerte; hay convivencia y enfrentamientos; en fin, hay episodios, a veces cercanos a la odisea.
Pero, mantened conmigo –no os arrepentiréis–, que la “culpa” no la tiene la ciudad, sino que cada desliz es producto cierto de sus vecinos (v.gr. por la elección incoherente de nuestras representantes; por los adulterados pactos políticos o por el deseo de medrar caiga quien caiga –y bien podría extender todo lo dicho a cualquier ámbito de nuestra existencia–).
Así, os pido que lo que reflexiono hoy lo entendáis como conectado directamente con mi profesión de “juntaletras” y, sobre todo, con aquellos –conozco a muchos– que la ejercen activamente y con honestidad: la falta no es de quien, documentadamente, publica algo con afán de que la verdad esclarezca nubarrones de falsedades… La perversidad es de quien ha cometido el pecado y, además, trata de ocultarlo con trampas propias de gañanes (en el peor sentido de la palabra).
La veraz libertad de información, como la sincera libertad de conciencia –y lamento tener que adjetivar– , son inalienables puntales de nuestra sociedad, aquella que, ya sabéis, defiendo a capa y espada, en público y en privado.
Lo demás no son sino ardides, añagazas o celadas para mantener posiciones injustas, que no son propias de honrados ciudadanos.