Durante los inicios de la pandemia fueron muchos quienes volvieron la vista hacia nuestros mayores: eran los más injustamente castigados por el dichoso virus. Precisamente ellos y ellas, los que más habían venido sufriendo los duros envites del pasado siglo XX. Una centuria que, en España, como todos saben, estará marcada por la Guerra Civil y sus consecuencias. Una terrible contienda que, recordémoslo una vez más, se inició con un golpe militar contra la legalidad de la II República y que acabó imponiendo una dictadura de casi cuarenta años. Una larguísima posguerra y una cruel represión contra los vencidos que, para intentar esquivarla, solo dejaba abierta tres posibles salidas: buscar el exilio exterior, tirarse al monte como los maquis o enterrarse en vida como un topo.
Hace unos días, paseando por mi ciudad, pude volver a palpar cómo la súbita llegada del confinamiento canceló parte de nuestras vidas. Me hallaba frente a la puerta del Centro Sociocultural de Caja Granada, en Motril. El edificio permanecía cerrado a cal y canto, aunque sus amplias puertas de cristal dejaban ver con total nitidez la vacuidad existente. Únicamente el expositor exterior permanecía inalterable y seguía manteniendo, con signos evidentes de deterioro ya, la cartelera y las breves sinopsis de las películas que el CineClub Mediterráneo (una asociación cultural de amplia raigambre y trayectoria en la difusión cinematográfica en la costa granadina) anunciaba para su proyección durante el pasado mes de marzo de 2020. Una de ellas, –que, obviamente, quedó cancelada–, era La trinchera infinita. Un largometraje que, por su temática, en cierta forma vendría a anticipar el comienzo del periodo que entonces todos empezaríamos a transitar.
En la misma se recrea el drama de uno de aquellos españoles que, para tratar de salvar la vida, se verá obligado a subsistir, durante décadas, en el hueco de una pared. Formará parte de aquellos que, con el final de la guerra o incluso desde mucho antes –desde la toma de sus localidades por las fuerzas sublevadas–, hubieron de permanecer escondidos indefinidamente; la única vía que les podría librar del terror y de las más que seguras represalias que imponían los vencedores a quienes no comulgaban con sus ideas –o que simplemente no se habían movilizado con ellos–.
La trinchera infinita está inspirada en las vivencias del último alcalde republicano de Mijas (Málaga), Manuel Cortés Quero, un primer edil que conseguirá pasar desapercibido, durante más de 30 años, en un agujero excavado en su propia casa. Gracias a su mujer, logrará permanecer oculto hasta el mes de abril de 1969. El año en que pudo acogerse al indulto de sus supuestos delitos. Indulto, esa palabra tan de actualidad, que había sido decretado apenas unos días antes por el régimen de Franco (en el 30º aniversario de su “gloriosa cruzada”). En la ficción cinematográfica sus experiencias están magistralmente protagonizadas por Antonio de la Torre y Belén Cuesta.
Ciertamente, no fue el primer intento en dar visibilidad a la gesta de quienes, abrigando una remota esperanza, consiguieron permanecer en total clandestinidad durante tan dilatado periodo. Lo hicieron en unas condiciones tan difíciles como reducidos eran los habitáculos que les acogían. Y todo ello durante tanto tiempo que acabaron convertidos en auténticos muertos en vida. Los primeros en investigar y poner un nombre a ese prolongado “exilio interior” fueron los periodistas Jesús Torbado y Manuel Leguineche. Quienes recorrieron España buscando sus ansiados testimonios y que, en 1977, en plena Transición, publicaron Los topos; un libro que marcó una época. Y, precisamente, será en ese mismo año cuando salga de su refugio el hombre que más tiempo permaneció en esa especie de “prisión sin rejas”. Se produjo en un pueblo de la sierra de Guadarrama, en Cercedilla, Madrid. Allí, Protasio Montalvo Martín, desconfiando absolutamente de la amnistía franquista de finales de los años sesenta e incluso de la misma muerte del dictador en 1975, no abandonará su escondite hasta el mes de julio de 1977; lo hará 38 años después, ya en democracia y con casi 78 años de edad.
Otro de los brillantes intentos de darnos cuenta de la implacable crueldad de los vencedores en esos aciagos años, y que reconstruye las desconocidas caras de la represión sobre los que se vieron obligados a permanecer ocultos, lo encontraremos en Los girasoles ciegos, la sobrecogedora novela de Alberto Méndez. Una ficción literaria que, posteriormente, también fue llevada al cine por José Luis Cuerda. Y aun, en este mismo sentido, incluiremos la película documental de animación 30 años de oscuridad, de Manuel H. Martín, que viene a recrear, a modo de historieta o cómic, el confinamiento doméstico del ya citado alcalde de Mijas.
Se desconoce el número exacto de quienes de ese modo lograron eludir la furia de sus perseguidores. Nunca lo sabremos. Pero, lo que es seguro es que el miedo y la desesperanza les acompañó cada minuto de sus vidas: siempre vigilados por las partidas de falangistas y por la Guardia Civil y sabiendo que solo podrían salir adelante a base de sufrimiento, privaciones, resistencia y mucha soledad. Sin olvidarnos de la necesaria ayuda de su familia; quienes unían su futuro y su suerte a la de él. Ya se pueden imaginar que no todos la tendrán. Serán víctimas de las infames delaciones o de la brutal persecución sin tregua. Tras su detención les esperaba la cárcel, el campo de concentración o la más oscura de las cunetas.
A pesar de la excepcionalidad que seguramente pueden representan las figuras de los “topos” del franquismo, hoy, tras varias generaciones que han nacido y crecido en democracia y con el desconocimiento tan absoluto que sigue prevaleciendo sobre lo ocurrido en nuestro pasado más reciente, no estará demás su nueva “salida a la luz”. Y, de paso, para seguir rompiendo el silencio que predominó sobre ese tiempo en el que, en una de las escenas finales de otra renombrada película, –basada en la obra homónima de Fernando Fernán-Gómez–, en Las bicicletas son para el verano, un padre le dice a su hijo: “Es que no ha llegado la paz, Luis. Ha llegado la victoria”.
Por ser ecuánime, que no equidistante, también señalaré que, durante los años de guerra, mi pueblo, Cogollos –como gran parte de la provincia de Granada–, permanecerá bajo dominio republicano. En el mismo, yo mismo pude encontrar documentos y testimonios de vecinos que, igualmente, sintiéndose inseguros y temiendo a las posibles represalias, trataron de alcanzar la capital granadina a través de la sierra. Algunos lo consiguieron. Otros no. Pero, también pude descubrir como, al menos uno de ellos, Nicolás Carreño Fernández, el tío Uraña, eligió la opción de ocultarse. Con la ayuda y colaboración de los parientes de un cortijo, el Molino del Niño, logrará permanecer escondido hasta la entrada misma de los vencedores en la localidad.
Sirva esta escueta recreación de los que más sufrieron para seguir alentando nuestro mejor cine y literatura, nuestra educación y cultura y el conocimiento riguroso de nuestro pasado, de nuestra historia. Lo que es seguro es que, al menos, ayudarán a combatir la fragilidad de nuestra memoria.
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Maestro del CEIP Reina Fabiola (Motril).
Autor de los libros ‘Cogollos y la Obra Pía del marqués de Villena.
Desde la Conquista castellana hasta el final del Antiguo Régimen‘
y ‘Entre la Sierra y el Llano. Cogollos a lo largo del siglo XX‘