Hicieron falta muchos años de evolución para que los seres humanos desarrollaran la lámina auditiva, una gruesa compuerta de piel que se cerraba a voluntad cuando el sujeto no deseaba escuchar.
En las ciudades, casi todo el mundo mantenía cerrada la lámina; sólo durante los escasos paseos por el campo dejaban pasar esos sonidos tan reconfortantes: el rumor del arroyo, el crujido de la gravilla, el canto de los pájaros. A veces, la gente se sentaba en la hierba, bajo la sombra de un árbol, y sacaba de sus mochilas un libro, un trozo de queso, una pieza de fruta fresca, una botella de vino.
Y entonces se producía un suceso poco frecuente: la alineación completa de todos los sentidos. El tiempo se detenía. Y en alguna parte del bosque, bajo el sol anaranjado del atardecer, unas figuras envueltas en un aura dorada soñaban con la música del pasado.
F I N
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