Obituario: «Andrés Molina Molina, misión cumplida»

No es ésta una semblanza que vea la luz como único homenaje al sacerdote Andrés Molina al dejar este mundo transitorio tras los noventa años ya rebasados. La muerte aviva la piedad humana y hace descubrir cualidades con frecuencia ocultas que impulsan al elogio. Ya había sido reconocido en diversas ocasiones por el Cabildo del Sacro Monte como hombre de gran valía. Hoy recogemos con veneración y ejemplo a imitar su vida toda como una preciosa ofrenda.

Sacerdote de talante exquisito entregado día a día a los habitantes de los pueblos por donde ha pasado. Todos hablaban de su bondad, de su sencillez y de sus desvelos por las gentes, que apreciaron en él a un portavoz convincente del Evangelio, que no es poca cosa. Para esto vivió y se desvivió. Junto a esta dimensión fundamental de su existencia, brillaba esta otra de ser un hombre de cualidades sobresalientes: amante del arte, pintor, fotógrafo, restaurador, trabajador de la taracea, un “manitas” para el bricolaje, etc…

Nació en Padul el 21 de septiembre de 1930. Fue ordenado el 8 de diciembre de 1954. Sus destinos ministeriales comenzaron en Loja y prosiguieron en Trevélez, Villanueva, Restábal, Vélez Benaudalla, Los Ogíjares, para desembocar como canónigo del Sacro Monte en febrero de 1988. Se incorporó a la Abadía tras la larga soledad de Jesús Roldan. En ella convivió como interno con Manolo Barranco y con José López. Era el trío redentor del Sacro Monte en tiempos difíciles. Tras varios años de clausura y trabajo vinieron los achaques y terminó la experiencia interna. No terminó su quehacer diario por revitalizar la institución, que compartía con otras responsabilidades en la ciudad, como delegado de Vida Ascendente, capellán de las Siervas de los Pobres en el Zaidín, de las Hermanitas de los pobres y adscrito a las parroquias del Corpus y de los Dolores.

Desde un principio, dada su especial cualidad para planificar restauraciones de espacios y piezas, el Cabildo le encomendó velar por el patrimonio artístico, misión que desarrolló con sensibilidad de artista. Por su iniciativa son bastantes las imágenes restauradas, los marcos ennoblecidos, así como la distribución de las obras con criterios estéticos y funcionales. Su amor al Sacro Monte le hacía empeñarse cada vez más. Gracias a ese dinamismo interior subía desde el Zaidín donde residía hasta el monte de Valparaíso con regularidad, a pesar de los años, la distancia y la carencia de vehículo propio. Su primera actuación fue dirigir en 1988 la restauración de las cuevas. Desde aquel inicial empeño hasta el último hay un número considerable de realizaciones, tanto en el entorno: repoblación forestal, asfaltado de la carretera de acceso, como en las dependencias interiores, en los patios, en el museo… Era frecuente verlo a las nueve de la mañana por las galerías, por las placetas, por el rincón más insospechado de la casa afanado en reparar desperfectos, reponer un grifo, limpiar un cuadro. Animó a un grupo de paduleños para que le ayudaran en su incesante labor.

Llegó al final del camino, mimado por sus sobrinas, con la conciencia de la misión cumplida sin reserva alguna. Son muchos en la variada geografía diocesana los que dicen hoy su nombre con admiración y agradecimiento. Y el cabildo del Sacro Monte reconoce su bondad de alma, su labor encomiable, su grandeza humana y, sobre todo, cristiana. Le acompaña con la oración de la esperanza y con la certeza de que vive en plenitud tras atravesar esa puerta misteriosa que da a la dimensión definitiva del vivir ¡Bienaventurado Andrés!

El Cabildo del Sacro Monte

Redacción

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